Autor: Paul Hostovsky
Los encontré en el piso del baño luego de que mi prima y su novio se fueron a Ithaca. Eran verdes con franjas doradas y no eran míos. Me paré allí por un rato largo considerándolos. No estaban sucios pero tampoco estaban exactamente limpios. Estaban deslavados. Pero no estaban sucios del modo en que un pájaro muerto es sucio, o el modo en que una cosa profana o una cosa impía es sucia. Los recogí, ¿y los olí? Quiero decir que los olí. Los debo haber olido porque no estaban sucios e indudablemente eran los del novio de mi prima y él es un buen hombre, no un hombre sagrado pero un buen hombre con un buen trabajo en Ithaca, New York, y una excelente barba. Por supuesto pensé en devolvérselos, enviándolos de regreso en un sobre de correo o una pequeña caja marrón, y pensé en lavarlos, aunque no eran míos y no estaban sucios, solo deslavados, y no eran sexys, sólo coloridos. Eran más coloridos que todos mis calzoncillos puestos juntos. Ustedes querrán saber si los estoy usando mientras estoy escribiendo esto. Mucho tiempo ha pasado desde aquel día en el baño. Mi prima y su novio se casaron. Yo mismo me he casado. Mi esposa no tiene idea sobre la procedencia de los calzoncillos verdes. Ella piensa que son míos. Ella los lava con mis calzoncillos y sus bombachas, y los pone a todos en una pila que huele dulce encima del vestidor. Pienso que hay algo un poco sagrado en la pila de calzones limpios encima de un ropero. Creo que guardarlos en un cajón sería como ocultar tu luz bajo una fanega, o como encerrar a un pájaro en una jaula, o como embalar una buena cosa verde en una pequeña caja marrón y enviarla lejos, lejos de ti.
