Una tumba de Arundel

Autor: Philip Larkin

Lado a lado, sus rostros borrados, el conde y la condesa yacen en piedra, sus hábitos adecuados vagamente mostrados como escudo ensamblado, pliegue rígido, y esa débil sugerencia de lo absurdo –los perros pequeños bajo sus pies-. Tal llaneza de lo prebarroco difícilmente envuelva al ojo, hasta que se encuentra con su guante de la mano izquierda, todavía entrelazado vacío en la otra, y uno ve, con una fuerte y tierna conmoción, su mano retirada sosteniendo la de ella.
Ellos no hubiesen pensado en yacer por tanto tiempo. Tal fe en efigie era justo un detalle que los amigos verían: la dulce gracia encargada a un escultor arrojada afuera en ayuda de la prolongación de los nombres latinos alrededor de la base.
Ellos no hubiesen supuesto cuán temprano en su supino viaje estacional el aire cambiaría a daño sin sonido, despiden a los antiguos inquilinos, cuán pronto ojos triunfantes comienzan a mirar, no a leer. Ellos persistieron rígidamente, vinculados, a través de extensiones y amplitudes de tiempo. La nieve cae, sin fecha. Cada verano la luz abarrotaba el césped. Una brillante camada de pájaros esparcían el mismo suelo cubierto de huesos. Y arriba de los senderos, llegaban personas alteradas sin fin, lavándose ante su identidad. Ahora, indefensos en el hueco de una época sin escudo, un abismo de humo en lentas madejas suspendidas sobre sus retazos de historia, sólo una actitud permanece: el tiempo los transfigura en falsedad. La fidelidad de piedra que apenas pretendían se ha convertido en su blasón definitivo, y para probar nuestro casi instinto, casi cierto: lo que sobrevivirá de nosotros es amor.

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