Autor: Philip Larkin
El ojo difícilmente pueda recogerlos desde la fría sombra en la que se refugian, hasta que el viento molesta a la cola y la melena, luego uno cosecha césped, y se mueve alrededor, el otro parece que mira atento, y se levanta anónimo de nuevo; todavía hace quince años, quizá dos docenas de distancias eran suficientes para fabularlos: débiles tardes de copas, apuestas y handicaps, por lo cual sus nombres fueron artíficialmente incrustados en descoloridos clásicos de junio; sedas al comienzo: contra el cielo, números y parasoles: afuera, escuadrones de autos vacíos, y calor, y césped lleno de basura: luego el largo grito colgando no silenciado hasta que recede para detener las columnas de prensa en la calle.
¿Plagan los recuerdos sus oídos como moscas? Ellos sacuden sus cabezas. El crepúsculo rellena las sombras. Verano tras verano, todo se desvaneció, las puertas de inicio, la multitud y llantos –todo salvo las tranquilas praderas-. Sus nombres viven en almanaques, ellos han deslizado sus nombres, y se pararon cómodos, o galoparon por lo que debe ser alegría, y ni un binocular ve sus hogares, o curiosas profecías que detienen relojes: solo los mozos y el paje vienen con bridas al atardecer.