Autor: Philip Larkin
Cerradas como confesionarios, recorren los ruidosos mediodías de ciudades, sin darle la espalda a ninguna de las miradas que absorben. Ligero gris brillante, brazos sobre una placa, se detienen a descansar en cualquier acera: todas las calles son visitadas a tiempo.
Luego niños esparcidos en escaleras o la carretera, o mujeres viniendo de tiendas, pasados olores de diferentes cenas, ven un salvaje rostro blanco que sobrepasa momentáneamente las mantas rojas de la camilla mientras es transportada y guardada, y sienten el vacío resolutorio que yace bajo todo lo que hacemos, y por un segundo lo tienen por entero, tan permanente, vacío y verdadero. Las puertas cerradas se retiran. Pobre alma, ellos susurran a su propio malestar para ser arrastrados por el aire enrarecido, puede ir el repentino cierre de la pérdida alrededor de algo que está a punto de terminar, y lo que se mantuvo coherente en ello a través de los años, la única y casual mezcla de familias y modas, allí al fin comienza a aflojarse. Lejos del intercambio de amor para yacer inalcanzable adentro de una habitación, las piezas de tráfico a dejar ir, traen más cerca lo que ha quedado por venir, y todos somos sordos a la distancia.