Autor: Ezequiel Pose
El Gobierno insiste. Insiste con las boletas. Como si fueran figuritas coleccionables y como si el mayor drama del país fuera que la foto de Espert siga existiendo. Mientras tanto, hospitales públicos que se caen a pedazos, escuelas con techos agujereados y docentes que cobran cuando Dios se acuerda de pasar por la oficina, quedan a merced de su austeridad performática. Para eso no hay plata. Pero para cumplir el sueño adolescente de tocar con una banda de garage en el Movistar Arena… ah, sí, ahí el presupuesto aparece milagrosamente, como por arte de magia. Debe estar en alguna parte del libro que presentó o es una “Verdadera construccion del milagro”.
Es tan ridículo que uno tiene que detenerse un segundo a aplaudir la coherencia de esta comedia negra: la gente se muere, los chicos dejan de estudiar, y ellos imprimen papelitos. El mensaje es clarísimo: la vida de la gente no importa, importa el decorado político. No es gobernar, es posar para la foto.
Mientras los funcionarios corren con impresoras portátiles y abogados que discuten tinta por tinta, uno se pregunta: ¿qué clase de país somos que nuestros gobernantes pueden gastar millones en reimprimir boletas y no en medicamentos, salarios ni infraestructura escolar? ¿Qué milagro votamos? Porque si tu prioridad es que de la boleta Espert desaparezca y no que un hospital tenga oxígeno, entonces la democracia deja de ser representación y se convierte en espectáculo grotesco, en show de adolescentes con traje. La función del Estado desaparece; solo queda el espectáculo.
El cinismo llega al extremo cuando te das cuenta de que esta obsesión por borrar a un candidato es más importante que resolver los problemas de los que realmente mantienen al país en pie. La política se volvió un juego de adolescentes ricos: todo gira en torno a la imagen, el show, luz, cámara, acción… y papel, mucho papel, porque la democracia es solo una escenografía mientras la gente se muere de hambre, se enferma sin remedios y se educa como puede. Cada recurso desviado a la “lucha estética” electoral mientras hospitales y escuelas se desmoronan es un puñetazo en la cara de la ciudadanía.
Podríamos imaginar los hospitales como sarcófagos de la incompetencia: camas oxidadas, enfermeros corriendo detrás de insumos que nunca llegan. Las escuelas, cementerios del futuro, donde la educación es un lujo que depende de la voluntad de funcionarios que saben que la tinta de una boleta vale más que un aula iluminada. Cada vez que alguien aprueba una reimpresión de boletas mientras deja de lado lo esencial, nos están diciendo, en lenguaje crudo: “La vida no importa, solo la narrativa que nos favorece”.
Y mientras tanto, los ciudadanos miramos este circo con una mezcla de incredulidad y furia. Vemos a ministros hablar de logística electoral como si fueran chefs de cocina molecular, discutiendo decimales de tinta, tamaños de papel y formatos de impresión, mientras un niño en algún rincón del país no tiene un cuaderno donde escribir su nombre. Vemos cómo los periodistas repiten los comunicados oficiales como loros, y cómo los políticos opositores se ríen de la torpeza mientras no hacen nada para cambiar el esquema. Es espantoso: todos saben que es un absurdo, todos lo ven, y aún así el show sigue.
Lo más macabro es que este absurdo no es un accidente. Es política deliberada: sacrificamos lo esencial para preservar la apariencia. La estética del poder se convierte en religión, la función del Estado en un accesorio decorativo. Y cuando un país empieza a priorizar la forma sobre la sustancia, cuando imprime boletas perfectas mientras desfinancia hospitales, algo muy profundo se rompe: la confianza, la paciencia y la inteligencia colectiva.
El 26 de octubre no será solo una votación; será la confirmación de un patrón: la vida de la gente vale menos que la coherencia narrativa de un gobierno que se cree director de teatro. Ese calor incómodo que te sube al pecho, esa chispa de indignación que se enciende cuando uno ve que todo esto pasa, es la señal de que algo no funciona. Que algo no está bien. Que algo fue traicionado en el contrato implícito de democracia: el cuidado de los ciudadanos.
Y entonces surge la pregunta inevitable: ¿qué milagro votamos? ¿Votamos para que nos sigan tomando por tontos mientras imprimen papelitos? ¿Votamos para que nos vendan espectáculos mientras nos desangramos en hospitales abarrotados y escuelas derruidas? ¿Votamos para que la política sea un reality show donde el precio de la vida se mide en tinta y no en oxígeno?
Este es el país que construyen: un escenario donde los políticos ensayan su imagen mientras la realidad se desmorona, donde la democracia se reduce a una foto, y donde la indignación de cada ciudadano se convierte en la única resistencia contra la estupidez institucionalizada. Ese fuego que sentimos, esa mezcla de risa amarga y rabia hirviendo, es lo que queda después de ver la comedia macabra del poder: la necesidad urgente de preguntarnos qué carajo estamos haciendo con nuestro voto y con nuestra paciencia.
Si todavía queda algo de conciencia, algo de indignación, algo de fuego interno, esa pregunta arde más fuerte que cualquier argumento: y ese fuego no se apaga hasta que la ciudadanía deje de tolerar la farsa. Porque mientras ellos discuten quién aparece en la boleta y quién desaparece del escenario, millones saben exactamente qué importa: que la política de verdad vuelva a comportarse como lo único que debería: el arte de cuidar a la gente y no las improvisaciones que tenemos con un Presidente que se cree la reconfiguracion de Gustavo Cordera y la Bersuit tocando en pijamas.
Por lo menos llegaron a River con méritos propios…..