Autor: Ezequiel Pose
Hay que agradecerles a los libertarios algo: tienen una audacia que solo se encuentra en ciertos animales salvajes y ciertos políticos que leen un tuit y creen que han leído a Hayek. Esta semana, el gobierno anunció su proyecto de “libertad educativa” —una frase que ya huele a peligro, como “flexibilización laboral” o “alimentos con gusto similar a la carne”— y que busca derogar la Ley de Educación Nacional. Una movida que, presentada como revolución, es en realidad un intento bastante clásico de las élites por moldear un país a imagen y semejanza de sus intereses: desigual, dócil, obediente y, sobre todo, impensante.
No hay que dejarse engañar por el eslogan. La “libertad educativa” de esta gente tiene el mismo nivel de libertad que la góndola del supermercado: está llena de opciones, salvo las que realmente se necesita para vivir bien. Ellos dicen “queremos que cada escuela enseñe lo que quiera”, pero no dicen lo que eso realmente significa: que cada escuela enseñará lo que pueda, y lo que pueda dependerá del bolsillo, de la ideología del dueño y del nivel de fanatismo de la organización religiosa que ponga la plata. Libertad sí, pero para los de arriba.
Porque, como bien sabía Louis Althusser, la escuela no es un recreo: es un aparato ideológico. Un lugar donde se fabrican ciudadanos, tipos de sujetos, obediencias silenciosas. En ese sentido, lo que el gobierno quiere no es desarmar el aparato, sino cambiarle el firmware. Actualizarlo para que no produzca ciudadanos críticos sino usuarios agradecidos. No quieren alumnos: quieren clientes. Y ojalá clientes sin capacidad de quejarse.
Michel Foucault ya lo había advertido: el poder moderno no necesita prohibir, basta con “permitir”. No necesita mandar, necesita organizar la libertad. Un régimen que proclama libertad, pero donde los que proclaman son los únicos que saben de qué están hablando. La “libertad educativa” es eso: una nueva técnica de gobierno, un dispositivo donde, parafraseando a Foucault, la ciudadanía es llamada a “autogestionar su propio sometimiento”.
El truco es perfecto: la libertad se convierte en la jaula donde uno mismo se encierra.
Para los libertarios, la educación pública es un enemigo, no porque sea mala —que lo es en muchos lugares, aunque eso le importe a nadie del gobierno— sino porque es común. Lo común les da alergia. La idea de que el Estado pueda garantizar un piso mínimo igualitario les genera urticaria ideológica. En su mundo, las familias “libres” elegirán su escuela como eligen yogures. Y si sos pobre, bueno, elegí el potecito de abajo, el que tiene fecha de vencimiento mañana. Libertad para todos, siempre y cuando tengas plata. Nietzsche veía este tipo de imposturas: decía que los débiles moralizan la fuerza para justificar su propio dominio. El gobierno moraliza la libertad para justificar su retirada.
Y mientras tanto, el pueblo que se arregle.
Pero no solo Nietzsche. Bourdieu estaría tomando mate y diciendo: “esto es la reproducción social más evidente que he visto en mi vida”. La “libertad educativa” consiste en permitir que cada escuela arme su propio plan. “Qué lindo”, dirá alguien. Claro: qué lindo si vas a un colegio con biblioteca, laboratorios y docentes formados.
Pero la libertad también existe en la villa, en el barrio olvidado, en la escuela que ya no puede pagar la luz. ¿Qué plan van a hacer ellos? ¿El plan de supervivencia? ¿El plan de aprender en 540 horas lo que Finlandia enseña en 1.000?
La libertad, cuando se distribuye desigualmente, se llama privilegio y cuando el Estado mira para otro lado, se llama abandono.
Por si hace falta más densidad, Hannah Arendt nos diría que la educación es el primer lugar donde el mundo se presenta ante los nuevos. Y que cuando una sociedad abandona la responsabilidad de introducir a los chicos en un mundo común, algo se rompe para siempre.
El gobierno justifica esta reforma diciendo que los padres deben tener más poder. En abstracto, suena bien. En concreto, es como decir que cada familia arme su propia red cloacal: ¿qué puede salir mal?
Arendt hablaba de la banalidad del mal: decisiones que parecen técnicas, administrativas, neutras, pero esconden la destrucción de lo humano. Acá pasa lo mismo: una eliminada “estructura curricular común” es una forma banal —y eficiente— de romper el lazo social y dejar a cada chico en manos del azar.
Si uno tuviera un poco de humor negro, podría reírse.
Escuelas con “planes propios”.
Régimen disciplinario propio.
Admisión propia.
Educación religiosa opcional pero con docentes autorizados por el “culto correspondiente”.
Estamos a dos decretos de que cada escuela tenga un videojuego distinto para matar zombies: En una, matás zombies marxistas; en otra, zombies kirchneristas; en otra, zombies progres Y en otra, zombies sin voucher que no pasan por la puerta.
Pero sigamos. Adorno y Horkheimer, la Escuela de Frankfurt, ya lo habían visto: cuando la educación se convierte en técnica y mercado, la ciudadanía se convierte en consumidor. Y el consumidor no piensa: elige.
La “libertad educativa” no busca pensamiento crítico: busca “oferta y demanda”.
Busca que cada pibe sea un emprendedor del conocimiento, solo que sin capital, sin apoyo, sin derechos y sin garantías. Como en cualquier mercado argentino: todos libres, pero algunos más libres que otros.
En este punto, Byung-Chul Han se estaría riendo con esa risa seca que tiene. La sociedad del rendimiento se encarga de hacer que cada uno sea su propio verdugo.
La libertad educativa es otra forma de decir: “si tu hijo no aprende, la culpa es tuya”.
No del Estado, no del sistema, no de la desigualdad. Tuya.
Es perfecto: el Estado se retira, el mercado se frota las manos y vos te autoflagelás.
Ahora, para los amantes del caos ordenado, aparece Žižek. La verdadera libertad, dice, no está en elegir entre opciones que otros diseñaron, sino en cuestionar el marco que ordena esas opciones.
El problema de la “libertad educativa” no es lo que permite, sino lo que impide: impide pensar por qué las opciones son esas y no otras.
Es el típico truco ideológico: te dan libertad para elegir, pero no para decidir cómo se configura el campo de elecciones.
Te dejan mover la ficha, pero no te dejan tocar el tablero.
Rancière puntualiza otra cosa: la igualdad no es un premio al final del camino. La igualdad es una condición de partida.
El proyecto libertario parte del supuesto opuesto: que la desigualdad es natural, inevitable, parte del orden de las cosas.
Y entonces organiza el sistema para que cada escuela administre su fragmento del caos.
¿El resultado? Un orden social donde unos estudian filosofía y otros aprenden a no molestar.
La policía del orden, diría Rancière, no siempre usa uniforme. A veces usa decretos.
Castoriadis, en su profundidad casi poética, decía que las sociedades se instituyen a sí mismas a través de un imaginario común. La educación común es uno de los pilares de ese imaginario, destruirla es dinamitar la posibilidad de futuro compartido.
Con esta reforma, el Estado no está abandonando la educación: está abandonando la idea de país.
Un país no es una sumatoria de familias aisladas, un país es una trama común. Si rompés la trama, te queda un montón de hilos sueltos.
Y cierro con Simone Weil, que hablaba del “arraigo”, de la necesidad humana de pertenecer a algo más grande que uno mismo. Una escuela común arraiga. Una escuela fragmentada desarraiga.
La “libertad educativa”, presentada como libertad, puede convertirse en una fábrica de individuos a la intemperie.
Pero, claro, individuos a la intemperie son más fáciles de gobernar.
No nos confundamos: no quieren que seamos libres. Quieren que nos sintamos libres.
Que aceptemos la desigualdad como destino.
Que agradezcamos las migajas como si fueran un banquete.
Que aplaudamos la retirada del Estado como si fuera iluminación divina.
Quieren que no pensemos.
Quieren que aceptemos.
Quieren que paguemos.
Quieren que callemos.
En definitiva, quieren que seamos funcionales.
Nada más peligroso para el poder que un sujeto que piensa.
Por eso el proyecto educativo es la clave de su proyecto político: producir seres incapaces de interrogar al poder que los gobierna.
Porque un ciudadano que piensa complica.
Un ciudadano que cuestiona molesta.
Un ciudadano que debate es un obstáculo.
Pero un ciudadano que apenas sobrevive, que apenas entiende las opciones que le ofrecen, que agradece la libertad de elegir la cuerda con la que lo atan… ese sí es útil. Ese sí es funcional. Ese sí es obediente.
Y la obediencia es el sueño húmedo de todo gobierno que no soporta la democracia.
La “libertad educativa” es eso: una operación quirúrgica sobre la subjetividad.
Una ingeniería del alma.
Un experimento de dominación amable.
Una pedagogía de la sumisión.
Quieren que seamos brutos, torpes, impensantes.
Quieren que no discutamos.
Quieren que no veamos.
Quieren que no entendamos.
Y cuando uno no entiende, agradece.
Y cuando agradece, obedece.
Y cuando obedece, ya está.
El proyecto está completo.
Tiempo de decirlo sin metáforas: no quieren un sistema educativo más libre. Quieren un pueblo más manejable.
Y mientras ellos avanzan, nosotros pensamos.
Y mientras ellos nos quieren dormidos, nosotros mordemos.
Y mientras ellos incendian el futuro, nosotros agarramos palabras como fósforos.
Porque, al final, el único fuego que realmente teme un gobierno como éste es el del pensamiento.
Y ese fuego, todavía no lo pueden apagar. Por quienes recibimos educación de calidad, por quienes decidimos contribuir a nuestro país con lo más sano que existe, la educación. No vengo a hacer catarsis ni a demostrar mi docencia, eso va en otro campo. Vengo, querido y querida lector, a que podamos abrir los ojos para evitar tanto atropello. La libertad no es darle clases a nuestros hijos apartados de un espacio contenido, libertad no es que el Estado se destruya y no se equipen las escuelas públicas, libertad no es alejar a los docentes de su profesión. Libertad no es ser obedientes al sistema político ni a los dirigentes de turno. Nietzche lo sabía, los sistemas se sostienen porque la gente obedece sin pensar. Por eso, el primer acto del poder filosófico es pensar distinto. Dudar. Preguntar. Decidir.
