Autor: Philip Larkin
Al final entregaste el álbum, el cual una vez abierto me distrajo. ¡Todas tus edades, mates y brillantes, en las gruesas páginas negras! Demasiado dulces, demasiado ricas: me ahogo en tales nutrientes imágenes.
Mi ojo giratorio se deleita de pose en pose -en trenzas, sujetando a un gato renuente, o en pieles, una dulce chica graduada, o levantando una rosa de pesada cabeza bajo un enrejado, o en un sombrero de fieltro (débilmente perturbadora, esa, en varios modos)-, de cada lado golpeas a mi control, sobre todo por esos inquietantes tipos que se relajan con tus días pasados: no precisamente de tu clase, diría yo, querida, en general.
¡Pero oh, fotografía!, como ningún arte, ¡fiel y decepcionante!, que registra días aburridos como aburridos, y sostiene sus sonrisas como fraudes, y no censurará imperfecciones como líneas de lavado y tableros Hall’s-Distemper, pero muestra a un gato como reacio, y sombrea una quijada como doble cuando lo es, ¡qué gracia confiere así tu candor sobre su rostro! ¡Cuán sobrecogedoramente persuade de que ésta es una chica real en un lugar real, en cada sentido empíricamente verdadero! ¿O es solo el pasado? Aquellas flores, aquella puerta, esos parques nublados y motores, laceran simplemente por ser tú, contraes mi corazón al parecer anticuado.
Sí, verdadera, pero al final, seguramente, no sólo lloramos ante la exclusión, sino porque nos deja libres para llorar. Sabemos que lo que fue no nos llamará para justificar nuestro dolor, no importa cuán duro aullemos en la brecha entre el ojo y la página. Así quedé para llorarte (sin una oportunidad de consecuencia), balanceado sobre una bicicleta contra la valla, para preguntarme si ubicaste el robo de ésta de ti bañándote, para condensar, en resumen, un pasado que ahora nadie puede compartir, no importa cuál sea tu futuro, calmo y seco, te sostiene como un paraíso, y tú yaces invariablemente adorable allí, más pequeña y más clara mientras pasan los años.