Autor: Ezequiel Posse

¿Que nos queda? Seguiria asi la canción de Las Manos de Filippi que popularizó La Bersuit. Algunos rockeritos de antaño la conocen bien aunque tan de antaño no soy. Como argentinos hemos perdido la sensibilidad, la empatía y el pensar qué país pretendemos dejarle a Mirtha Legrand. Sepan comprender, lo tomamos con mucha seriedad pero necesitamos arrancar de otra forma para asimilar el golpe “colonial”.

Milei y su tropa festejan como si hubieran ganado la copa del mundo. Y en parte lo hicieron: ampliaron bancas, obtuvieron legitimación social y muestran músculo para impulsar su agenda de reforma radical. Pero aquí va la trampa lógica del brindis: la victoria no garantiza gobernabilidad sin fisuras. Los mercados respiran aliviados, los dólares se asoman, pero detrás está un país con inflación desbocada, un nivel de pobreza que no baja, una ciudadanía que espera más que slogans de “libertad” y “rebeldía”. Los recortes y las medidas de shock pasarán factura.

Y más simbólico aún: en la provincia de Buenos Aires (el bastión peronista por antonomasia) el oficialismo provincial perdió en estos comicios, en una señal de que el mapa político sigue siendo volátil para Milei. Entonces: sí, ganó; pero ganó en un contexto de fragilidad estructural. Sostener ese triunfo será mucho más difícil que alcanzarlo. Desde el 10 de diciembre, Milei tendrá un Congreso mucho más favorable, con aliados nuevos, viejos enemigos reciclados y una oposición que todavía no encuentra el tono ni el discurso.

El mapa violeta cubre casi todo el país. El “fenómeno Milei” ya no es un fenómeno: es el nuevo orden político argentino. La rebeldía se volvió institucional y el discurso antipolítico, paradójicamente, gobierna la política. Pero debajo de la superficie triunfal se esconde algo más complejo: la sensación de que seguimos eligiendo entre versiones distintas de la misma incertidumbre.

El oficialismo ganó porque supo interpretar —o al menos explotar— el hartazgo. En una Argentina con salarios pulverizados, universidades desfinanciadas y jubilaciones que no alcanzan ni para el súper, el relato del “basta de privilegios” suena tentador. La promesa de libertad, como siempre, se vuelve irresistible cuando todo lo demás huele a encierro.

Pero ganar no es lo mismo que gobernar. Ahora llega la parte aburrida, la que no entra en los spots: construir leyes, negociar mayorías, pagar las cuentas. Milei tendrá un Congreso más dócil, sí, pero no obediente. Los que hoy levantan la bandera libertaria ya están haciendo fila para ver qué hay para ellos en la nueva etapa. El sistema no se destruye: se reacomoda. Y mientras tanto, la realidad sigue esperando.

El anuncio de un gran acuerdo con Estados Unidos fue un golpe de efecto preciso. No porque la gente sepa los detalles —nadie los explicó demasiado— sino porque sirvió como símbolo: “Nos miran los grandes, algo estamos haciendo bien”. Fue marketing geopolítico al servicio de la campaña.

El efecto electoral fue inmediato: calma de mercado, suba en encuestas, y la sensación de que, por fin, alguien “nos toma en serio”. Pero detrás del aplauso se esconde la pregunta incómoda: ¿a cambio de qué? Porque los acuerdos internacionales no son becas: traen condiciones, reformas y sacrificios que alguien va a tener que pagar. Y ahí empieza la verdadera historia.

El Gobierno ya avisó que la reforma laboral será una prioridad. Prometen “modernizar” los convenios, “dinamizar” el empleo y “liberar” al trabajador. Palabras lindas, hasta que uno pregunta de qué se trata. En el diccionario político argentino, “modernizar” casi siempre significa “abaratar”, y “liberar” suele querer decir “desproteger”.

Si se eliminan indemnizaciones, si se precarizan contratos, si se amplía la jornada laboral bajo el discurso de la productividad, el milagro del empleo puede terminar siendo el milagro de los sueldos más bajos. Es el viejo truco de siempre: pedirle al que menos tiene que haga el esfuerzo por el bien de todos.

En la lista de “reformas pendientes”, la mirada está puesta en el gasto público. Y ahí entran las jubilaciones, las pensiones por discapacidad, los medicamentos gratuitos y los presupuestos universitarios. Todo lo que no genera ganancia inmediata, molesta. La lógica es sencilla —y cruel—: los jubilados no producen, los discapacitados no rinden, las universidades no facturan. Pero sin esos sectores, ¿qué queda de un país que se decía republicano y moderno? La educación pública, que ya sobrevive con lo justo, podría transformarse en el próximo campo de batalla. Reducir presupuestos no es sólo una decisión económica: es una declaración cultural. Significa que el conocimiento deja de ser un derecho y vuelve a ser un privilegio.

Y con las jubilaciones pasa algo parecido. El discurso de la “sostenibilidad” esconde una verdad amarga: si el sistema no alcanza, no se lo reforma, se lo achica. Y si no hay plata, el sacrificio lo ponen los mismos de siempre.

La oposición, mientras tanto, atraviesa una crisis existencial. No porque haya perdido bancas sino porque perdió sentido. El peronismo ya no sabe si ser resistencia o alternativa, y la famosa tercera via sigue girando alrededor de un eje que ya no existe, con un mensaje claro por parte del electorado: “basta de estas caras”. Randazzo, Stolbizer, Monzó quedaron replegados primero por la izquierda, la única Pyme en pie en la era Milei, y Fernando Burlando, sin mencionar que Virginia Gallardo ahora será diputada y no ellos. En eso los analistas deportivos no le pifiaron, dijeron que a Gallardo le iba a ir bien, el problema es que no especificaron a qué Gallardo.

La vieja política fue derrotada, sí. Pero no por la nueva, sino por su propio reflejo deformado. La sociedad votó cansada de ver las mismas caras diciendo las mismas frases. Y en ese hartazgo se coló un discurso que promete limpiar la mugre a los gritos. El problema es que cuando se barre con furia, también se lleva puesta la alfombra.

Ahora viene la etapa más difícil: gobernar con mayoría parcial, sin enemigos claros y con una población que espera milagros inmediatos. La economía no se estabiliza por decreto (avísenle a Javo por si no lee esta nota), la pobreza no baja con tweets (también al Gordo Dan), y la libertad no se construye despidiendo empleados públicos (dejemoslo ahí mejor).

Milei logró algo inédito: transformar la bronca en capital político. Pero si no transforma ese capital en justicia social concreta, su propio éxito puede volverse su peor pesadilla. Porque la gente puede perdonar errores, pero no el engaño. Argentina eligió, otra vez, entre la promesa y el miedo. Entre seguir como estamos o apostar a lo incierto. Entre la comodidad de lo conocido y la ilusión de lo nuevo. Y eligió con los dientes apretados, con la esperanza de que, por una vez, alguien cumpla lo que dice.

El problema es que el país real no espera. Los jubilados no esperan. Las universidades no esperan. Los pacientes que dependen de medicamentos no esperan. Y mientras la política celebra su propia victoria, la vida cotidiana sigue ahí, incómoda, brutal, insistente. Quizás el verdadero resultado electoral no esté en los porcentajes, sino en esa obstinación colectiva por seguir creyendo que esta vez —ahora sí— algo puede cambiar.

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