Autor: Philip Larkin
Subiendo por Inglaterra por una línea diferente una vez, temprano en este frío año nuevo, nos detuvimos, y, observando hombres con placas de matrícula correr por la plataforma a puertas familiares, ‘¡Vaya, Coventry!’ exclamé. ‘Yo nací aquí’.
Me incliné hacia afuera y entrecerré los ojos en busca de alguna señal de que éste era todavía el pueblo que había sido ‘mío’ hace tanto, pero descubrí que ni siquiera tenía claro por qué lado tenía que ir. ¿De donde estaban esas cajas de bicicletas paradas partíamos anualmente a todas esas vacaciones familiares? … Un silbato se fue: las cosas se movieron. Me senté de vuelta, contemplando mis botas. ‘¿Era eso donde “tenías tus raíces”?’ sonrió mi amigo. No, sólo donde mi infancia no se gastó, quise replicar, justo donde comencé: por ahora, tengo todo el lugar claramente trazado. Nuestro jardín, primero: donde no inventé teologías de flores y frutos cegadoras, y no me habló ningún veterano. Y aquí tenemos a esa espléndida familia a la que nunca corrí cuando me deprimía, los muchachos todo bíceps y las chicas todo pecho, su cómico Ford, su granja donde podía estar ‘realmente conmigo’. Te mostraré, vamos a ello, el helecho donde nunca me senté temblando, determinado a atravesarlo, hacia donde ella estaba acostada, y ‘todo devino una niebla ardiente’. Y, en esas oficinas mi poema burdo no estaba escrito en diez puntos contundentes, ni leído por un primo distinguido del alcalde, quien no llamó y le contó a mi padre allí delante de nosotros, que teníamos el don de ver hacia adelante –‘Juzgando por tu cara, te ves como si desearas un lugar en el infierno’, dijo mi amigo. ‘Oh, bueno, supongo que no es falla del lugar’ dije. ‘Nada, como algo, ocurre en cualquier lugar’.
