Autor: Ezequiel Pose
Hay días en los que la política argentina parece escrita por Adrian Suar después de una noche con delivery de teorías conspirativas. Y ahí aparece ella: Lorena Villaverde, diputada libertaria, mostrando su rinoscopía en cámara, como si el Congreso fuera ShowMatch y el público votara por quién tiene las fosas nasales más transparentes. “No soy narco”, dice. Porque el caso Villaverde no es una anécdota aislada: es la radiografía de un espacio político que decía venir a “limpiar la casta” y terminó oliendo más a querosén que a capitalismo sueco.
Mientras Villaverde —la diputada que se hizo un análisis de orina televisado— intenta despegarse del escándalo de su prohibición de ingreso a los Estados Unidos por llevar 15 kilos de cocaína junto a otras causas penales que allí radican, asegurando que no consume (pero quizás las vende), como si el problema fuera el consumo y no el circuito económico que financia su banca. En política, cuando tenés que hacerte una rinoscopía en vivo para demostrar tu inocencia, probablemente ya perdiste la batalla de la credibilidad.
El episodio confirma lo que sospechábamos: el liberalismo argentino tiene su propia versión tropical, con más cumbia que Adam Smith y más polvo que Milton Friedman.
Porque acá no se trata de “Estado chico” sino de “Estado narco-compatible”: se reduce el gasto público, sí, pero se terceriza la seguridad en una camioneta del primo del financista fugado.
La diputada Villaverde se volvió viral mostrando su cavidad nasal como quien muestra un outfit. “Transparencia”, dijo. Pero en lugar de rendir cuentas, mostró mucosa.
El problema no es que haya querido limpiar su nombre: es que eligió hacerlo con endoscopio y frasquito, como si la ética pública se midiera en el Centro Rossi.
La escena fue tan grotesca que X se volvió un congreso de otorrinolaringólogos improvisados. Y así, la política argentina volvió a superar a la ficción: ya no hay discursos, hay pruebas de orina. La pureza moral, en versión libertaria, viene con sello ANMAT.
Y justo cuando pensábamos que nada podía ser más absurdo, aparece Jürgen Klopp con una frase de exportación: “Él es de Argentina, creció en una casa sin ventanas; vos sos de Munich, donde todo estuvo bien. ¿Querés que los trate igual? No, ¿verdad?”
Klopp no hablaba de Espert ni de Villaverde, pero parece. Porque si algo caracteriza al libertario argentino es su alergia al vidrio: no quiere ventanas, ni transparencia, ni controles. Solo quiere libertad… para operar con las persianas bajas. Mientras Klopp filosofaba sobre desigualdad, acá un grupo de “libres del Estado” se refugiaba en autos blindados y slogans made in Miami: “Libre mercado, libre ruta, libre de culpa”.
Los libertarios argentinos lograron una hazaña: reinventaron el liberalismo clásico y lo convirtieron en una mezcla entre Breaking Bad y Gran Hermano. Un día te hablan de Mises y Hayek; al otro, te suben historias desde una pick up blindada.
La bandera de “menos Estado” se volvió el paraguas perfecto para financiar campañas con fondos que ni el BCRA podría rastrear. Porque en este país, el Estado es ineficiente… excepto cuando tiene que garantizar la custodia del auto de un diputado que jura no conocer al narco que le prestó la camioneta.
En su intento por liberar al país del estatismo, los libertarios terminaron liberando otra cosa: la frontera moral. Entre las teorías de Friedman y las transferencias de Fred Machado, el sueño libertario se volvió una pesadilla anfetamínica: libertad sin límites, pero también sin filtro, sin ética, sin control.
Y mientras los libertarios hacen equilibrio entre el Excel y los expedientes, Villaverde promete más análisis clínicos que sesiones legislativas. La nueva derecha argentina ya no debate ideas: debate toxicología.
¿Cuál es mi conclusión de todo esto? La relación entre narcos y libertarios no es una metáfora, es una analogía literal. El liberalismo que pedía “aire” terminó oliendo a algo raro y la política, una vez más, se demuestra adictiva: no al poder, sino al absurdo.
