Autor: Philip Larkin
Lentamente las mujeres se dirigen hacia donde está él parado, erguido, con anteojos sin montura, cabello plateado, traje oscuro, collar blanco. Mayordomos las persuaden incansablemente para que sigan adelante, hacia su voz y sus manos, dentro de las cuales la cálida lluvia de cuidadoso amor brota, cada una vive algunos veinte segundos. Ahora, niño querido, qué está mal, la profunda voz americana demanda, y escasamente pausado, va a una oración dirigiéndose a Dios sobre este ojo, aquella rodilla. Sus cabezas son abrochadas abruptamente, luego, exiliadas como pensamientos que se pierden, se van en silencio, algunas se descarrían como ovejas, no de vuelta a sus vidas justo aún, pero algunas permanecen rígidas, retorciéndose y sonoras con profundas y ásperas lágrimas, como si una especie de niño tonto e idiota sobreviviera todavía dentro de ellas, para redespertar a la bondad, pensando que una voz al fin las llamara solas, que manos han venido para levantar e iluminar, y tal dicha arriba. sus lenguas gruesas balbucean, sus ojos exprimen el dolor, una multitud de grandes y no escuchadas respuestas improvisan y se regocijan -¡qué está mal!, con bigotes y vestidos floreados se sacuden: por ahora, todo está mal. En cada una allí duerme un sentido de vida vivida de acuerdo al amor. Para algunas significa la diferencia que podrían hacer amando a otros, pero a través de muchas se desvanece como todo lo que podrían haber hecho si hubieran sido amadas. Eso no cura nada. Un dolor sordo e inmenso, como cuando al descongelarse el paisaje rígido llora, se esparce lentamente a través de ellas-, eso, y la voz encima diciendo Querida niña, y todo tiempo la ha desmentido.
