Solo otro mamotreto en Texas

Autor: Tyler Malone

Para este camionero, 9:17, a la mañana siente lo mismo que a las 9: 17 en la noche. Pero a diferencia de anoche, el indicador de gasolina de mi camión estaba casi en V a las afueras de Vernon, un pueblo que hace parecer al gran desierto chihuahuano un poco menos soportable. El terreno parecía rebosar de bulbosas torres de agua, y los carteles de los hoteles asomaban en el suelo muerto del desierto. El indicador dormía acostado en mi tablero –digo, vacío- mientras pasé por el pueblo y alcancé la última estación de servicio solo para hacerlo, solo para ir a una estación un poco más fuera del camino y un poco menos ocupada. El lugar que encontré era de servicio total: un raro animal. Máquinas de construcción amarillas se calentaban sin tripulación en el día de septiembre en una zanja incompleta junto a la estación.

Mientras me bajaba del camión, un chico me encontró en un traje azul de velocidad, mirando como si debería estar en la escuela, pero no estaba, estaba allí, tratando de ser un hombre con bigotes que no se erizaban tan hermosamente como él esperaba.

“Llévalo a L (lleno)”.

La respuesta entrecortada del chico me pareció pubescente y torpe. Yo pregunté: “¿Hay baño adentro?”

“Sí, señor”.

Ahora la única pregunta que tenía era si ellos tenían toallas de papel o una secadora de manos.

Luego de lavarme, alcé el cuello cuando pisé el cable de la campana de la estación, y me reí cuando algunas cabezas en la estación se levantaron cuando sonó con fuerza en el interior. Pero a la mayoría de los obreros en brillantes cascos les importó un bledo mientras se agolpaban alrededor de una radio. Vi su antena arriba y a la izquierda, aparentemente la señal perfecta para escuchar cualquier cosa horrible que estuviera en las ondas del aire. Una dorada inversión comercial fue apenas oída entre su apasionada discusión sobre a qué país se dirigirían primero los misiles nucleares de cada uno.

Apareció un hombre, de corte recortado, piel morena, asiático y larguirucho, con un polo Chevron metido dentro de unos vaqueros con bolsillos cargo, rompiendo la regla de los cinco bolsillos.

“Hola. No veo a muchos de ustedes” dije con una sonrisa de buen día y un sorbo de café que este hombre debía cultivar.

“Soy de Birmania, no-

“¿Perdón?”

El continuó como si no me hubiese escuchado: “No quiero problemas. Todos somos ciudadanos”.

“Por ustedes me refería a gasolineras de servicio completo, chiflado”.

En este momento no éramos dos hombres enfrentados a través de un mostrador, con su plato de cambio, 3.5 onzas de disparos de energía, y encendedores de butano de yin y yang, no éramos dos contendientes diferentes chocándose, conduciendo sin cinturón y borrachos en los clásicos golpes de confusión de demolición incomprensible.

Con una rápida mirada, el birmano se dirigió al equipo de construcción en la cabina.

“Perdón señor-

“He sido llamado mucho peor que ‘señor’ más de dos veces esta mañana”.

“Mírenos” repliqué. “Somos hombres y las palabras son solo palabras. Podríamos tenerla peor. Podríamos estar viviendo en cavernas en Medio Oriente-

“¡Señor!”

“¿Va a comenzar aquello de nuevo?” pregunté mientras le alcanzaba mi tarjeta de crédito. Dificultosamente el asiático hizo la cosa más fácil que podría haber hecho siempre: hacer dinero. El deslizó mi tarjeta por su registradora y miró pasando el cliente enfrente de él –yo- y a los obreros aún rodeando la radio como un crimen de cuervos sobre un ciervo que fue golpeado por un semirremolque. El recibo rodó con la agitación de la caja registradora.

Yo sostuve la copa de 20 onzas para comenzar mi salida. Pero él preguntó, “¿De dónde es usted?”

Su franqueza desbarató mi locomoción. “New York”.

“¿La ciudad?”

“Ciertamente no es un desierto. Pero ahora estoy llevando una carga de biblias a—”

“Biblias”, dijo él con la fuerza suficiente para hacer eco por el pasillo de caramelos y el vaso de cerveza y en los oídos de los obreros que compartían el mismo bigote de manillar. “Alabado sea Dios”.

“Sí”, dije, “Alabado sea Alá”.

El miró como si le hubiera metido un palo en su uretra. Asomó su cara como la nariz de un tiburón. Supe que el deseó que no hubiese dicho lo que acababa de decir. El llevaba el moreno rostro de Jesús, y Dios estaba más que un poco molesto. Entonces hice todo lo que uno puede hacer cuando hace una mala broma: retrocedí un paso, levantando mi gorra en una onda.

Cuando lo hice, el empleado dijo “Cuídese, señor”.

“Con los precios de la gasolina, nadie está seguro”.

Empujé la puerta de cristal ya manchada, y la radio dijo algo sobre la torre dos. La puerta se cerró y yo tomé un arrastre del cielo de Texas. Ya en mi auto oí “Cuídese señor”.

“De nuevo, es la segunda vez. Más señores y buenos deseos. ¿Qué está pasando?”

El se puso pálido como la parte inferior del fláccido pecho de un hombre gordo. “Supongo que no lo sabe. Estamos bajo ataque”.

“Sí. Por chiflados. Están en todas partes. Especialmente los empleados en gasolineras de Texas”.

Sin saber que él me estaba aterrorizando, dijo “Mejor será que mire a sus espaldas cuando le rece a la Meca”.

“¿Meca? El es birmano”.

“Seguro que lo es”. El chico se apartó del carril luego de lavar las ventanas. “Entonces, ¿a dónde se dirige?”

“35 a 44 a 50, todo el camino a Pennsylvania”.

Su patético bigote se frunció.

“Lo sé”, dije mientras subía, deteniéndome cuando vi su mirada enferma, “Odio Pennsylvania también, pero alguien tiene que traer el gospel de Gideon a hoteles. Como Gideon—”

El muchacho no estaba tan de pie como encorvado, “Hago lo que me dicen y voy adonde me dicen. Y estas van a ser la primer cosa a distribuir en la doceava mañana, para llegar a Pennsylvania con todo lo mejor”.

“Para entonces, no va a importar. Dios nos ha castigado”.

“Unase al club, señor. Dios me castiga cada vez que paro por gasolina”.

traducción: HM

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