Autor: Mike Gonzalez
En la bahía de San Francisco abundan corrientes traicioneras. Barcos repletos de contenedores y ballenas, botes navegando, tiburones y nadadores, todos sortean mareas complicadas.
Los dos clubes de natación se asientan codo a codo frente al mar en casas victorianas de madera, en el puerto de la cala acuática de la ciudad. El Delfín y Extremo Sur comparten una pequeña playa urbana y presuntamente una mutua enemistad. Se pusieron de moda desde la pandemia a pesar de las heladas aguas del Pacífico Norte. Bueno, ellos dicen heladas, pero nosotros las llamaríamos solo grandiosas.
Como es tradicional en las guerras, hay ocasionales cese de fuego. Cada viernes a la tarde viene la paz a la pequeña playa con cócteles en la terraza, los dos clubes suspenden animosidades para mezclarse con vasos tintineantes. Pero ambos bancos tienen un objetivo mutuo en la vista envuelta en niebla de la cala en herradura. Alcatraz.
La primera vez que escuché de este Everest acuático fue de un joven ingeniero de software de Dublin, I first heard of this aquatic Everest from Gerry, a 20-something software engineer from Dublin, en ojotas y shorts parado en la puerta de un bar de vinos en lo alto de un precipicio, su perro durmiendo a sus pies. “Estuve entrenado para Alcatraz más temprano” declaró ondeando atléticamente una botella de Pinot Noir hacia la neblinosa isla a la distancia. “Unos dos kilómetros y medio: debería hacerse en 45 minutos”.
Fue noticia recientemente pero en la ciudad está omnipresente. Al amanecer y al atardecer, los característicos edificios descascarados del Peñón y la desaparecida torre de agua asoman en la penumbra. El primer faro de la ciudad, antaño una penitenciaría que albergó a Al Capone, fue ocupado en la década de 1970 por una tribu de aborígenes, y sus grafitis, visibles para los transbordadores que pasan, aún reivindican su herencia indígena.
Ira se estira atléticamente en el muelle del club El Delfín. Ha sido miembro por 48 años, desde que arribó a San Francisco desde Irán en 1977 a sus 21 años, un año antes de la Revolución Islámica que echó al sha occidentalizador.
“Remé en el mar Caspio de niña, quería aprender a nadar, así que fui a la ciudad de la bahía” explica ella, sus pies estirados por encima de la cabeza contra la desvencijada valla de madera. “Tres meses después, el año nuevo de 1978, nadé desde allí, Alcatraz, hasta aquí. Salté y nadé, el agua estaba a ocho grados –y sin malla, ¡en un leotardo!”
Afuera la ocupada terminal del ferry a Alcatraz contiene varios puestos de comida, vendiendo panchos, ensalada de fruta y baratijas de souvenir a los miles de visitantes a La Roca. Estoy en una oficina justo enfrente, así que es un lugar familiar para todos, cebollas fritas sudamericanas, cortando fruta –la economía colaborativa original-.
Hace unas semanas, se produjo un ruidoso alboroto en el exterior cuando los vendedores recogieron sus cosas y salieron en masa a toda velocidad por el Embarcadero, aparentemente asustados. Dos figuras en ropa oscura y chaquetas fosforescentes se acercaron amenazantes.
“Hombre que apesta, déjenlo solo” dijo un joven franciscano, Jim, que trabaja en la cadena deportiva NGO, sacudiendo su cabeza mientras observaba.
Fue una falsa alarma pero un oportuno recordatorio de la precaria naturaleza de la vida aquí para algunos. Y fue uno de los pocos comentarios que escuché aquí sobre cómo evoluciona la situación nacional. Jim es uno de los pocos jóvenes que habla abiertamente: “¿Qué podemos hacer?” –se encoge de hombres. “Se siente sin esperanza, digo, ¿la gente allí afuera se está riendo de nosotros?”
Si hay alguno, son los ciudadanos mayores a quienes se puede oír comentando, nadando contra la corriente. Quizás lo han visto todo.
En Washington Square un viejo en remera y atuendo militar se para en un tranvía estacionado en un shopping, haciendo proselitismo a los paseantes. “Díganles a sus vecinos, grítenlo, miren las acciones, hay un enfrentamiento con China, en Chinatown, San Francisco”.
En el Café Trieste, donde se dice que Francis Ford Coppola escribió el guión de El Padrino, entre los bebedores vintage de café, un hombre con una remera de Grateful Dead dice que “acaba de revisar las acciones –subieron 500 puntos, S&P también. Debe haber hecho un trato con Zelensky”.
El sacude su cabeza y retorna a su capuchino.
Un barman habla a la noche en la quietud. “El zapato va a caer pronto, hombre, las próximas semanas, puedes ignorar las noticias todo lo que desees pero cuando los estantes comienzan a vaciarse, ahí es cuando el zapato cae”.
Me vuelvo a topar con la iraní Ira en el club de natación, mirando hacia Alcatraz.
Ella nadó desde allí doce veces en sus 48 años en la ciudad, un tramo de agua con algunas de las corrientes más traicioneras, por no hablar de alguna que otra ballena o tiburón.
Qué del último gran plan anunciado en Washington, o mejor en Florida: reabrir la prisión de La Roca.
“Oh Trump, ¿él?” replica ella. “Nunca sucederá, demasiado caro, no hay agua allí. Pero te digo, mantiene las mentes de la gente ocupadas, eso hace”.
El sol está brillando, los nadadores están afuera, los botes esquivan las olas pasando La Roca y se deslizan los barcos cargueros, sólo la mitad de cargados de lo que estaban hace pocas semanas.