Autor: Leila Soto
Con el fallecimiento del Papa Francisco concluye una etapa de cambios cruciales en la Iglesia católica que afectan a la aldea global y por supuesto a sus creyentes. Su papado surge en un período de fuerte desconexión de las instituciones religiosas con las comunidades, producto posiblemente de haber sido durante siglos legitimadora de los poderes reales. Mercantilizadas, corrompidas y obsecuentes, las iglesias en general siempre han tenido un rol político, pero es recién en estas malditas épocas donde resulta difícil esconder ese vínculo, y eso quizás sea la única ventaja de la explosión de las narrativas. Porque ahora las sociedades son más conscientes de la diferencia entre conservar reglas éticas y morales para hacer de la humanidad algo valioso. Otra cosa muy distinta es el conservadurismo de usos y costumbres retrógrados, arbitrarios y casi siempre patriarcales. Porque no importa en la religión en la que uno crea, las mujeres terrenales son invisibilizadas o tratadas con desprecio. Además, en los últimos siglos, los Papados europeos fueron más una agencia de marketing del capitalismo que una institución humanitaria, cultural. Esto no es sólo por la gran cualidad que tienen para apelar a la emocionalidad, el individualismo y la promesa meritocrática de algo mejor. Entre el temor y la esperanza, la religión calma ansiedades existenciales, especialmente en épocas donde todo se siente en crisis y las personas se encuentran más vulnerables en la esfera íntima.
Como gran agencia global, el catolicismo tiene algunos subsectores más potables que otros. Justamente de la mano de jesuitas, salesianos y franciscanos, la religiosidad encuentra maneras de conciliar la doctrina social con realidades terrenales injustas. Si las creencias espirituales incluyen un estricto sentido moral de la justicia y la paz, entonces no pueden desentenderse de su compromiso en la conducta cotidiana. No se trata de reducir la discusión a una cuestión dicotómica clasista, de ricos o pobres, sino humanos coherentes con sus convicciones espirituales. A ello apelan las encíclicas más progresistas de la historia como Rerum Novarum (León XIII, 1891), que en plena Revolución Industrial comienza su defensa a la clase trabajadora, como también lo hace Juan XXIII en 1961 (Mater et magistra) y la declaración ambientalista más rigurosa y contundente de Francisco (Laudato Si). Por supuesto, fueron expresiones con poco margen de poder en una Institución plagada de otros personajes como los del Opus Dei, o como el anticomunista acérrimo que fue Juan Pablo II, o la antiabortera y amante del pobrismo, la madre Teresa de Calcuta. Todos estos personajes con cruces pueden haber sido articuladoras de esa pecadora relación con los poderosos, pero nunca han sido verdaderamente populares, aunque amen la natalidad sin control, lo único que han logrado (además de dinero) es expulsar feligreses. Por el contrario, especialmente en Latinoamérica, el movimiento de sacerdotes tercemundistas revitalizó a una grey que necesitaba de liderazgos sociales comprometidos con los más vulnerables (las mayorías). A pesar de su represión interna y externa, los curas que optan por una doctrina progresista sobreviven a décadas de dictaduras, neoliberalismo y posmodernidad líquida. El histórico cónclave donde se elige por primera vez un Papa latinoamericano y jesuita, acontece en un momento coyuntural en el que las grandes religiones dejan espacios empujadas por corrientes religiosas más baratas y mediocres como las iglesias evangélicas, ortodoxos maquiavélicos, fundamentalistas y una masa insoportable de agnosticismo autocomplaciente. Si es malo para la humanidad no tener convicciones religiosas, peor aún es tenerlas bajo un manto de ignorancia o ridiculez.
En lo personal, Francisco I supo representar aquello que hace del cristianismo una potente institución social: capacidad y responsabilidad para intervenir en la cosa pública, en el sentido común de las personas, tratando de pensarlo de forma humanista, comunitaria. Su muerte, como la de muchos personajes políticos, permite poner distancia entre su humanidad y su legado político e ideológico. Detrás quedan amigos y detractores, aduladores o críticos, por delante una nueva disputa por el papado. A sabiendas de lo influyente del cargo, un buen heredero de su papado debería poner al Vaticano en el centro de las discusiones sobre la paz mundial. No es suficiente con prestarle un par de sillas a Trump y el títere de Zelenski (mientras Estados Unidos bombardeaba a mansalva Yemen, destruyendo lo ya devastado), en este momento los cristianos que viven en la Franja de Gaza, como el resto de los palestinos están sufriendo hambruna. Un genocidio que sucede a la vista de todos no permite excusas de nadie. Ni siquiera de los que se consideren diplomáticos, las hipocresías católicas que defienden la vida del nonato con tanto fervor deberían de activar su brújula moral a la altura de las circunstancias.