Autor: William Morris

Es invierno en el mundo, estoy triste por el beso inesperado cuyo sueño anhelo, en torno al dolor anhelante que el contacto de ti, me dará una alegría demasiado profunda para arder.

En torno a tus ojos y en torno a tu boca no pasa murmullo del sur, cuando mis labios dejan un poco tu tierna sonrisa temblorosa, mientras nosotros, tomados de la mano, nos paramos otra vez juntos.

Eso es dulce, como todo es dulce, porque tú encontrarás la blanca deriva, amable y fría de mejilla, y la mía propia, envuelta con bata de piel profunda en el carro de ruedas anchas: entonces el norte no nos perdonará, el amplio derroche de nieve más salvaje, más solitario se pone mientras el sol enrojecido cae.

Pero los guardianes de la ciudad, cuando apagan las antorchas sobre la nieve dudando, y sus ojos al fin contemplan tu pelo dorado iluminado rojo, abrirán o en temor gritarán “¡Ay! ¿Qué viene aquí? ¿De dónde viene esta celestial para contar de todo el mundo deshecho?”
Ellos abrirán, y nosotros veremos la larga calle apenas alumbrada por el largo chorro de luz delante del salón de invitados con la puerta medio abierta, y las campanas de nuestros caballos cesarán cuando alcancemos el lugar de paz, tú temblarás mientras al final haya pasado el umbral desgastado, y la luz del fuego te enceguezca: temblando te aferrarás a mí como contemplan los mercaderes durmientes tus frías manos bellas y esbeltas, tus suaves ojos y felices labios merecen todo el cargamento de sus barcos.
¡Oh mi amor, cuán dulce y dulce aquel primer beso de tus pies, cuando el fuego se había hundido en lo bajo, y el salón vacío ahora se puso solemne, vasto y sombrío! ¡Oh mi amor, la noche durará más que lo que los hombres cuenten de ella, cargada de nuestro solitario amor!

traducción: HM

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