Autor: William Morris
¿Nos despertaremos una mañana de primavera, contentos de corazón de todo, aún pensativos con el pensamiento de la víspera? Entonces deberíamos dejar la casa blanca, pasar las flores del viento y las bahías, por el patio, e ir por nuestros caminos, vagando entre las hidromieles hasta que nuestra propia alegría necesite descanso al fin, hasta que lleguemos a ese solitario hogar del dios-Sol, solitario en el lado gris de la colina, del cual las ovejas se han ido, solitario hasta que sea el tiempo de fiesta, cuando con oración y alabanza de felicidad, hasta allí llegue el campo. Allí nos quedaremos un rato, sentados en el porche junto a aquella imagen con la antorcha: tu mano blanca apoyada en la columna negra que fue conquistada de la lejana mina indiana, y mi mano acercándose a tocar la tuya, pero sin tocarla, y tu bella túnica con flores de primavera brotando de tu pecho y tu frente. Allí el viento del sur soplará tu cabello para alcanzar mi mejilla, mientras te sientas ni puedes hablar ni puedes mover la mano que beso por la dicha más profunda, no, no apartes tus ojos de mí. Entonces el deseo del gran mar se acerca ahora, pero todo sin ser oído, en nuestros corazones se agita, y nos levantamos, permanecemos al fin, y los narcisos abatidos sienten tus pies y nos vamos desde la solitaria coronada por el sol. Entonces las hidromieles se desvanecen a nuestras espaldas, y el día de primavera comienza a carecer de aquella fresca esperanza que tuvo una vez, pero quedándonos aún más contentos, y aparte ya no iremos cuando la colina herbosa y baja muera en la arena pedregosa: Entonces vagaremos tomados de la mano junto a los límites del mar, y me canso más por ti que si estuviéramos separados, con un espantoso espacio de desierto entre tus labios y los míos, ¡oh, amor! ¡Ah, mi alegría, mi alegría de él!
traducción: HM