Autor: Robinson Jeffers
El cielo frío y azul de diciembre tenía grandes nubes turbulentas, y el pequeño río corría lleno pero despejado. Una chica de piernas desnudas con una camiseta roja lo estaba vadeando, sosteniendo un tenedor de heno de cinco púas a la altura de su cabeza, de pronto ella lo bajó como el pico de una garza y jadeando con fuerza se apoyó en el eje, mirando abajo apasionadamente, su rostro gitano delicado, entonces se agachó y sumergiendo un brazo hasta los pequeños pechos ella levantó su presa, la gran cabeza de acero de plata martillada con las púas atravesándola y los dedos de su mano izquierda enganchados en sus branquias, su esbelto cuerpo mecido por sus retorcimientos. Ella lo llevó a la orilla cercana y lo estaba dejando caer detrás de un tronco cuando alguien dijo en voz baja ‘Supongo que te tengo, Vina’. Quien jadeó y miró a un joven jinete medio oculto en los arbustos de sauce, ella había estado demasiado concentrada para notarlo, y dijo ‘Mi Dios, pensé que era el guardabosques’. ‘Peor’ dijo él sonriendo. ‘Este río es nuestro. No puedes acercarte a él sin cruzar nuestras vallas. Además de eso no deberías arponearlos, y… tres, cuatro, tú pequeña zorra, éste es el quinto pez’. Ella contestó con su rostro gitano ‘Toma la mitad, cariño. Amé la diversión’. El miró sus delgadas piernas de arriba a abajo, rojas con el frío, y dijo furioso ‘Tu diversión. Matarlos y dejarlos pudriéndose’. ‘Cariño, déjame uno solo’ contestó ella, ‘tú llévate el resto’. El sacudió su rubia cabeza. ‘Tendrás que pagar una multa terrible’. Ella respondió riendo ‘No te preocupes: no me delatarías’. El desmontó y ató la brida a un arbusto, diciendo ‘Nadie lo haría. Conozco un lugar hermoso, profundo entre los sauces, lleno de cálida hierba, seguro como una casa, donde puedes pagarla’. El cuerpo de ella pareció estrecharse de pronto, ambas manos a su garganta, y los fríos muslos presionados juntos mientras ella contemplaba su rostro, era hermoso, largas y pesadas pestañas como las de una muchacha, ‘No puedo hacer eso, cariño… Yo’ dijo ella temblando, ‘tu esposa me mataría’. El endureció sus ojos y dijo ‘Deja eso solo’. ‘Oh’ contestó ella, las pequeñas manos rojas bajaron de sus pechos y débilmente se acercaron a él, levantando su cabeza, él vio la arteria sobre el lado iluminado de su garganta revolotear como un pájaro y dijo ‘Te enfermarás con el frío, Vina’, le lanzó su abrigo y la envolvió con su calidez en ella y la llevó a la isla en los sauces.
El calentó sus pies amoratados en sus manos, ella pagó su multa por arponear peces, y otra por llevarse más que el límite legal, y hubiese estado dispuesta a pagar una tercera por traspasarlo, él suspiró y dijo ‘Me la debes. Temo que alguien pueda estar buscándome, o que mi potro rompa la brida’. Ella gimió como una paloma ‘Oh, oh, oh, oh, eres hermoso, Hugh’. Ellos retornaron a la orilla del arroyo. Allí, mientras Vina se ponía sus zapatos –eran como los de un niño-, todos rechonchos y sin forma yacían los jóvenes cinco peces ensartados sobre un tronco de sauce por las rojas branquias, Flodden los colgó a su silla de montar. El condujo al caballo y caminó junto a Vina, yendo parte de su camino a casa con ella.
Hacia la boca de mar del cañón el agua se extendía ancha y baja, bifurcándose por varios canales por un amplio lecho de crecida, y unas turbas de gaviotas se gritaban mutuamente. Vina dijo ‘Eso es una cosa horrible’. ‘¿Qué?’ ‘Lo que hacen los pájaros. Son peores que yo’. Cuando Flodden retornó solo él cabalgó y las observó. El vio que una de las miles de cabezas de acero, que la irresistible naturaleza arreó río arriba hasta la grava de desove en la montaña, la cabecera del río, había vagado en un dedo poco profundo de la corriente, y fue forzada en su flanco, remando con inquietud en tres pulgadas de agua: instantáneamente una enjuta gaviota argéntea revoloteó y cayó para arrancar con su pico el ojo expuesto, el gran pez retorciéndose, volcándose sobre su angustia, otro pico de águila tomó el otro ojo. Su presa estaba entonces a su merced, retorciéndose ciega, pronto se atascó, y la turba aulladora la cubrió.
El joven Flodden cabalgó hacia ellas y las condujo arriba, él halló la desgarrada cabeza de acero quieta, lenta y ceremoniosamente golpeando la arena con su cola y una cuenca de ojo sangrienta, bajo el pabellón de alas. Ellas hicieron una fría sombra en el aire, una huidiza sensación de iniquidades de la fortuna: ¿por qué Hugh Flodden es joven y feliz, montado en un buen caballo, y ha tenido otra chica además de su querida esposa, mientras otros tienen que soportar ceguera y muerte, dolor y enfermedad, miseria, vejez, Dios sabe qué es peor?
traducción: HM