Autor: Mahmoud Shabar

El ajetreo de los mercados de Ramadán ha sido reducido a un manojo de apesadumbrados comerciantes. El pesado silencio ha reemplazado la animada charla. Ninguna luz brilla en las ventanas, y las franjas de luz que zigzagueaban en los pasillos, alumbrando a los niños jugando en las calles, se han oscurecido. Nos encontramos con el verdulero Mahmoud Sukkar, quien afirma: “Ramadán solía ser una fiesta. Ahora es todo oscuridad”

El mes sagrado siempre ha sido conmemorado con alborozo en las ciudades palestinas por tradiciones profundamente arraigadas en la comunidad, que es sumamente devota del islam. Las familias se reunían por las tardes alrededor de mesas cargadas de platos para el iftar –el rompimiento del ayuno-. Los vecinos compartían comidas y otras ofrendas, y a la noche eran iluminados con luces de diferentes figuras. Pero este año es diferente. En las ciudades cisjordanas de Jenin y Tulkarem, especialmente en los extensos campos de refugiados en los territorios ocupados por Israel, las calles que siempre resplandecían y reverberaban con risas de niños ahora están amortajadas de dolor. La operación militar israelí que comenzó en enero ya desplazó a 40.000 palestino, en lo que los historiadores destacan como el mayor desplazamiento de civiles desde la guerra de 1967.

Por primera vez en décadas, fuerzas israelíes enviaron tanques a Jenin y establecieron un puesto militar en Tulkarem. Cerca de 50 palestinos fueron asesinados desde que comenzó la incursión israelí aquí. Netanyahu dijo que la operación tiene el propósito de “erradicar el terrorismo”. Ya antes del avance de las fuerzas hebreas, la Autoridad Palestina había reprimido ferozmente a los combatientes de Hamas y la Yihad Islámica, obedeciendo en forma obtusa las órdenes de Israel, y asumiendo por cierto que Irán enviaba armas y dinero a los “terroristas”..

Sukkar y su esposa Na’ila huyeron de Jenin con sus hijos y su madre. Se fueron con lo puesto, y no pudieron traer ningún objeto o decoración típica de Ramadán. Así su familia se fragmentó: Sukkar se mudo con su hijo de nueve años a la casa de un amigo, y su esposa, su suegra y tres niños menores se quedaron con unos parientes suyos. Pero quieren unirse para Ramadán. “No podemos estar separados. Ramadán significa reunión, no queremos ser una carga para otros” confiesa Sukkar.

Sin ingresos fijos, Sukkar consiguió un albergue en dormitorios de la Universidad Arabe Americana. En estos días se están mudando y un poco más aliviados de que van a tener su propio espacio. Pero las adversidades del desplazamiento persisten. “Nos fuimos sin nada. Ahora no sabemos adónde pertenecemos”.

Los palestinos de Jenin no sólo anhelan seguridad, sino recuperar las vistas, sonidos y sabores del Ramadán, y hasta ahora no han podido lograrlo. En el mercado central de la ciudad, los verduleros ofrecen su mercadería junto a galones de limonada y zumo de algarroba. Pero en lugar de ver excitados clientes apurándose para preparar el iftar, sólo hay gente deambulando sin dinero para comprar, perdidos y evitando ingresar a los puestos.  

Las calles están vacías, ya nadie sale a comprar los postres. El musaharati, quien tocaba el tambor para llamar a la gente al suhoor ya no hace sus rondas. Durante generaciones, se detenía en las puertas para recibir pequeñas donaciones a cambio de sus bendiciones de Ramadán. “Ya no tenemos puerta para que nos toque” –dice Na’ila.  

En Tulkarem, el Ramadan esta opacado por una fuerte sensación de incertidumbre. La presencia de militares israelías no sólo instila temor sino también afecta el ritmo de la vida cotidiana.

Intisar Nafe, una activista desplazada del campo de Tulkarem, dijo que ella estaba orgullosa de ser cocinera para su comunidad. Su pequeña cocina se convirtió en un refugio, sus comidas un gesto de cuidado. Su mesa de iftar hubiese estado llena de musakhan, maftoul o cuscus. “Ramadán este año apesta, en vez de cocinar para otros estoy esperando para recibir comida que Israel no deja pasar”.

Nafe fue desplazada con su hermana y sobrinas cuando su casa fue destruida en la operación militar israelí. Primero se mudó a una mezquita mientras que el resto de su familia se dividió. Más tarde pudieron alquilar un pequeño departamento en Tulkarem. “Ramadan es una fiesta familiar. Se trata de compartir el pan, las comidas, visitarnos. Sin eso, ¿qué nos queda?” –pregunta la militante cisjordana.

“Mi madre, que tiene 88 años, aprendió estos platos de mi abuela, que fue sobreviviente de la Nakba. Nuestra cocina fue una herencia de los hogares que nos quitaron” revela Nafe.

Hoy acá hay miseria y desolación, poco espíritu para festejar, ni siquiera resiste una tenue esperanza en Alá o Mahoma. La mesa de Ramadán dejó de ser el pequeño e ilusorio paraíso, el seguro y acogedor momento para confraternizar y pasarla, siguiendo a Carlitos Balá, sanamente y en familia. Ahora los desplazados oscilan entre ser vejados a diario por agentes hebreos, o tomar la drástica situación de suicidarse. Así continúa el genocidio israelí en Cisjordania, tan abyecto e impiadoso como en Gaza.

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