Autor: Robinson Jeffers

El camino se había empinado y el sol afilado en los elevados riscos, la corriente probablemente estaba seca, ciertamente no estaba para correr por el pozo del cañón. Nos detuvimos por agua en una granja en toda aquella montaña. El abrevadero estaba agrietado con la sequía, el musgo en los bordes muerto, pero un viejo perro se levantó como un juguete de madera en la silenciosa puerta de la casa. Dije ‘Debe haber agua en algún lugar’, y cuando golpeé un hombre nos mostró una fuente de agua. Aunque su cabello era casi blanco juzgué que no debía tener más de cuarenta años. Sus ojos y voz estaban mudos. Parecía que mantenía sus manos ocultas, fallé en verlas hasta que nos sumergimos en la fuente. Entonces el se paró en el borde de la gran pendiente y miró hacia el oeste sobre un increíble campo a las lejanas colinas que maldecían la niebla de mar: ondeaba sobre ellas, caía en cascada sobre ellas pero nunca los cruzaba, la gris corriente parándose. El se paró contemplando, sus manos estaban agarradas a su espalda, yo atrapé un destello de rojo seroso bajo los dedos, y mirando agudamente cuando ellas se separaron vi que ambas manos estaban heridas. Dije ‘Sus manos están heridas’. El las escurrió de la vista, pero luego de un momento, habiéndome mirado diligentemente las desplegó. Las heridas estaban en los corazones de las palmas, perforaciones como el estigma de crucifixión. La horrible carne cruda sobresalía, resplandeciente y granular, sin costras, ni una señal de infección. ‘Hay viejas heridas’ respondió él, ‘sí, ellas no sanan’. El se paró moviendo sus labios en silencio, su espalda contra esa fabulosa cuenca de montañas, un pliegue más allá de otro, manchas de bosque y escarpas de roca, altas cúpulas de pastura gris muerta y grises lechos de ríos secos, querido y particular en morir aire ardiente, demasiado brillante para parecer real, hasta la última oscilación la niebla desde el océano como sobrecolgando una tormenta compactada estirada, y él dijo gravemente: ‘Las recojo abiertas. Las hice hace mucho con un acero limpio, sólo se paga un poco’ –él estiraba y flexionaba los dedos, vi sus labios blanqueados por el sol en una línea comprimida, ‘si sólo prueban el tiempo suficiente que ahorran tanto’. Yo busqué su rostro por locura pero ésta es a menudo invisible, un espíritu sutil. ‘Nunca’ dijo él, ‘hubo gente que ganara tanta ruina. Los amo, estoy tratando de sufrir por ellos. Sería malo que muriera, soy cuidadoso contra el exceso’. ‘¿Usted piensa en las heridas de Jesús?’ dije yo. El se rió enojado y frunció el ceño, golpeando los dedos de una mano con la otra. ‘La religión es el opio del pueblo. ¿Su pequeño Dios judío? Mi dolor’ dijo él con orgullo, ‘es voluntario. Ellos han hecho lo que nunca se había realizado antes. No como un pueblo toma una tierra para amarla y ser alimentado, un poco de acuerdo a la necesidad y el amor, y de nuevo un poco, dispersando las tribus del país, mezclando su sangre con otras, sus mentes con todas las rocas y ríos, su carne con el suelo: no, sin hambre desperdiciando el mundo y su propia labor, sin posesión del amor, sin siquiera sus manos para ensuciarse sino arados como hojas de cuchillos, máquinas sin corazón, casas de acero: usando y despreciando a la paciente tierra… Oh, como un hombre rico come un bosque por ganancia y un campo por vanidad, así ustedes fueron al oeste y violaron el continente y arrasaron a su gente hasta la muerte. Sin necesidad, los débiles cazadores de escaramuzas, y sin misericordia. Bueno, Dios es un espantapájaros, sin venganza por los trapos viejos. Pero hay actos que engendran sus propios inversos en sus propios vientres desde el primer día. Estoy aquí’ dijo él y rompió de repente, y dijo ‘Ellos toman caballos y les transmiten enfermedades por agujas huecas, su sangre salva bebés: estoy aquí en la montaña haciendo antitoxina para todos los pueblos y granjas felices, los hermosos niños sin culpa, las terribles y arrogantes ciudades. Solía pensarlas terribles: su gris prosperidad, su orgullo: desde aquí arriba motas de suave rocío.

Pero cuando esté muerto y todos ustedes con las manos enteras sólo pensaré en felicidad, ¿se han vuelto locos y se matan unos a los otros? ¿O el horror viene sobre el océano en alas y cubre vuestro sol? Lo deseo’ dijo él temblando, ‘Nunca había nacido’.

Su esposa vino desde la puerta mientras él estaba hablando. La mía le preguntó tranquilamente, ‘¿Viven solos aquí, no tienen miedo?’ ‘Ciertamente no’ contestó ella, ‘él es siempre gentil y amoroso. No tengo quejas excepto sus gemidos a la noche que a menudo me despiertan. Pero cuando pienso en los problemas de otras mujeres: soy más vieja que mi esposo, he estado casada antes: mi paz es profunda’.

traducción: HM

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