Autor: Robinson Jeffers
El perro ladró, entonces la mujer se paró en la puerta, y escuchando el hierro golpear la piedra por el empinado camino cubrió su cabeza con un pañuelo negro e ingresó la lluvia ligera, ella se paró en el giro del camino. Una mujer noblemente formada, erguida y fuerte como una torre nueva, los rasgos estólidos y oscuros pero esculpida en una fuerte gracia, nariz recta con un puente alto, ojos anchos y firmes, mentón completo, labios rojos, ella sólo era una cuarta parte india, un marinero escocés la había plantado en su joven tierra nativa, española e india, hace veintiun años. El la nombró California cuando ella nació, ese era su nombre, y se había ido al norte. Ella escuchó los cascos y ruedas acercarse más, ascendiendo el camino empinado. La yegua grisácea, inclinándose contra la pechera se arrastró a la vista alrededor de la húmeda orilla. El rostro pálido del conductor la siguió, los ojos ardientes, tenían fortuna en ellos. El se sentó torcido en el asiento del viejo carruaje, conduciendo un segundo caballo por un largo cabestro, un ruano, uno grande, que andaba delicadamente, por lo hinchado de su cuello, un semental. ‘¿Qué es lo que conseguiste, Johnny?’ ‘El semental de Maskerel. Es mío ahora. Lo gané anoche. Tuve mucha buena suerte’. El estaba bastante borracho, “ellos ahora traen sus yeguas hasta aquí. Yo sigo a este tipo. Además tengo dinero, pero no te mostraré’, ‘¿Compraste algo, Johnny, para nuestra Christine? En dos días es navidad, Johnny’. ‘Por Dios, me olvidé’ –contestó él riendo. ‘No le digas a Christine que es navidad, en un rato le conseguiré algo, quizás’. Pero California: ‘Compartí tu suerte cuando perdiste, me perdiste una vez, Johnny, ¿recuerdas? Tom Dell me tuvo dos noches aquí en la casa: otras veces tuvimos hambre: ahora que has ganado, Christine tendrá su navidad. Compartimos tu suerte, Johnny. Tú me das dinero, yo bajo a Monterrey mañana, a comprar regalos para Christine, vuelve a la tarde. Al día siguiente es Navidad’. ‘Tienes un húmedo paseo’ respondió él riendo a carcajadas. ‘Aquí dinero. Cinco dólares, diez, doce dólares. Tú compras dos botellas de whisky para Johnny’. ‘Está bien. Voy mañana’. El era un Hollander descastado, no viejo, pero marchito por la mala vida. La niña Christine heredó de su raza ojos azules, de su vida una frente marchita, ella observaba desde la puerta de casa a su padre salir del carro y conducir con el debido respeto al semental al nuevo corral, el fuerte, dejando a la yegua gris, respirando cansadamente a su esposa para que le quite el arnés.
Tormenta en la noche, la lluvia en los delgados copos del techo como el océano bate la corriente sobre la roca, una vez el trueno caminó por el estrecho cañón en el valle de Carmel y se alejó hacia el oeste, Christine estaba despierta con temores y asombros, su padre yacía demasiado profundo por la tormenta para tocarlo. El amanecer viene tarde en la oscuridad del año, más tarde en la grieta de un cañón bajo las secuoias, y California se deslizó de la cama una hora antes de él, la yegua gris estaría cansada, había un poco de cebada, ¿y por qué debería Johnny alimentar con toda la cebada a su semental? Esto es lo que él haría. Ella salió en puntas de pie de la habitación. Dejando sus ropas, él se despertaría si ella esperaba para ponérselas, y pasó de la puerta de la casa a la oscuridad de la lluvia, las grandes gotas negras estaban frías por el vestido delgado, pero la húmeda tierra placentera bajo sus pies desnudos. Había un olor placentero en el establo, y moviéndose suavemente, tocando las cosas gentilmente con la flexible curva del cuerpo desnudo, era placentero. Ella encontró una caja, la llenó con la dulce y seca cebada y la llevó al viejo corral. La pequeña yegua suspiró profundamente en la barandilla en la húmeda oscuridad, y California retornando entre dos secuoias hacia la casa escuchó las felices quijadas mordiendo el grano. A Johnny podrían importarle los cerdos y gallinas. Christine la llamó cuando ella entró a la casa, pero se durmió de nuevo bajo su mano. Dejó el húmedo vestido de noche sobre el respaldo de una silla y se metió en la habitación para ponere su ropa. Un tablón crujió, y él se despertó. Ella se paró quieta escuchándolo sacudirse en la cama. Cuando él estuvo quieto ella se agachó para coger sus zapatos, y él dijo suavemente ‘¿Qué estas haciendo? Vuelve a la cama’. ‘Es tarde, estoy yendo a Monterrey, Debo subir’. ‘Ven a la cama primero. Estuve afuera tres días. Te doy dinero, tomo de vuelta el dinero, ¿y qué haces en la ciudad entonces?’ ella suspiró agudamente y se fue a la cama. El estirando sus manos sintió la fría curva y firmeza de su flanco, y medio levantándose la cogió por el largo y húmedo cabello. Ella resistió, y para apurar el acto fingió deseo; por mucho tiempo, excepto en sueños, ella no lo había sentido. La borrachera de ayer lo había vuelto perezoso y exigente, ella vio, girando su cabeza tristemente, que las ventanas estaban gris brillante con el amanecer, él la abrazó quieta, dejando de hablar sobre el semental. Al final a ella se le permitió ponerse su ropa. La clara luz del día sobre las empinadas colinas, una nube gris brillando sobre las cimas de las secuoias, la corriente de invierno cantaba sonora, las ruedas del carro se deslizaron profundo en el limo, el suelo sobre piedras lavadas en el camino del risco. Colina abajo el arrugado río asfixiaba el vado. Debes apegarte al lecho de piedras: ella sabía el modo por el sauce y el aliso: la yegua se detuvo en la mitad de la corriente, temblando, el agua de su mismo color lavando las huellas, pero California, conduciendo sus pies afuera del remolino hacia el asiento del carruaje balanceó el látigo sobre el agua amarilla y lo condujo al camino. Toda la mañana las nubes estuvieron corriendo hacia el norte como un río. Al mediodía se espesaron. Cuando California enfrentó el viento del sur para volver a casa desde Monterrey estaba pesado con lluvia pareja. Ella miró hacia el mar desde los pies del valle, rayos rojos lloraron la puesta del sol desde una trompeta de nube corriente sobre Lobos, el Occidente sudoccidental del solsticio. El crepúsculo vino pronto, pero la yegua cansada temía más el camino que el látigo. Milla tras milla de lento crepúsculo gris. Entonces, en modo bastante repentino, la oscuridad. ‘Christine estará dormida. Es víspera de navidad. El vado. ¡Esa hora de la luz del día desperdiciada esta mañana!’ Ella no podía ver nada, dejo que las riendas yacieran en el salpicadero y supo al fin por el calambre de las ruedas y el campo hacia abajo que habían llegado. Ruido de ruedas sobre piedras, chapoteo de cascos en el agua, un mundo de sonidos, ninguna visión, el gentil trueno de agua, la yegua resoplando, sumergiendo su cabeza, uno sabía, para ver cómo trotar en la negrura, bajo la corriente. El murmullo y crujido del viento marino en la pasión de invisibles sauces. La yegua se paró quieta, la mujer le gritó, látigo escatimado, porque un salto en falso perdería el rastro del vado. Ella se paró. ‘Las cosas de la nena’ pensó California, ‘Bajo el asiento: el agua vendrá sobre el piso’, y levantándose en el medio del agua ella inclinó el asiento, buscó la muñeca, las pintadas gallinas de madera, el oso de lana, el libro de varias imágenes, la caja de dulces: ella trajo todo de abajo del asiento y los guardó, temblando, bajo sus ropas, por los pechos, bajo los brazos, los rincones de las cajas de cartón cortados en la carne suave, pero con un pedazo de soga para una faja y herida por los hombros, todo se hizo rápido. La yegua se paró quieta como si durmiera en medio del agua. Entonces California alcanzó una mano sobre la corriente y le tocó la grupa, la húmeda y sólida convexidad de ella se sacudió como el latido de un corazón enorme. ‘¿Qué estás esperando?’ Pero el sentimiento de la superficie del animal había despertado un sueño, peligro real oscurecido con un sueño de peligro. ‘¿Qué esperas? Por el semental de agua para que rompa la corriente, por eso se esfuerza la grupa, por él para que venga lanzando espuma desde los costados, los cascos delanteros en el aire, me aplasta y el aparejo y el rizo sobre su mujer’. Ella entonces se lanzó con el látigo, la yegua se hundió hacia adelante. El carruaje se puso de costado: ¿se cayó ella al suelo, nadando? No: por las salpicaduras. El conductor, un mero instinto prensil, se aferró a los hierros del costado del asiento y sintió la fuerza pero no la frialdad del agua, arremolinándose sobre sus rodillas, rompiendo hasta la cintura sobre su cuerpo. Ellas giraron. La yegua había ascendido la corriente y estaba revolcándose de nuevo en aguas poco profundas. Entonces California dejó caer su frente a las rodillas, no habiendo visto nada, sintiendo un peligro, y sintió el bruto peso de una rama de aliso, las hojas de luz pendular peinan su cuello inclinado como dedos de un niño. La yegua explotó desde el agua y se detuvo en la cuesta del vado. La mujer trepó entre las ruedas y fue a su cabeza. ‘Pobre Dora’ ella la llamó por su nombre, ‘allí, Dora. Tranquilamente’ y la condujo por ahí, había espacio para girar en el margen, la cabeza al gentil trueno del agua. Ella se arrastró sobre manos y rodillas, fieltro para los surcos, y cambió las ruedas en ellos. ‘Puedes ver, Dora. Yo no puedo. Pero esta vez tú lo lograrás’. Ella trepó en el asiento y gritó colérica. La yegua se detuvo, sus dos pies delanteros en el agua. Ella la tocó con el látigo. La yegua se adelantó y se detuvo.
Entonces California pensó en orar: ‘Querido pequeño Jesús, querido niño Jesús nacido esta noche, tu cabeza estaba brillando como velas plateadas. Yo tengo una niña también, sólo una niña. Tú has iluminado dondequiera que hayas caminado. Querido niño Jesús, dame luz’. Corrientes de luz: rosa, dorada, rico púrpura, ocultando el vado como una cortina. El gentil trueno de agua era un ruido de plumas de ala, los abanicos del paraíso elevándose suavemente. El niño a flote en resplandor tenía cara de bebé, pero los ángeles tenían cabezas de pájaros, cabezas de halcones, inclinándose sobre el niño, tejiendo una red de alas a su alrededor. El sostenía en la pequeña mano regordeta una pequeña serpiente con ojos dorados, y California podía ver claramente sobre el resplandor de abajo las orejas picudas de la yegua, una aguda horquilla negra contra el brillo de la caída de la luz. Pero se cayó, la luz del paraíso atemorizó a la pobre Dora. Ella regresó, se balanceó sobre el agua, y casi volcando el carruaje giró y retrocedió, las gomas de la rueda de hierro resonaban en los pedruscos. Entonces llorando California trepó entre las ruedas. Su ropa húmeda y los juguetes apretados abajo la arrastraron con su peso, ella sacó el abrigo y el vestido y puso las cosas del bebé en el carruaje, trajo el whisky de Johnny que había dejado abajo del asiento, lo envolvió en el vestido, botellas y juguetes, y los ató en un fardo que deslizó sobre su espalda. Le sacó el arnés a la yegua, hiriendo sus dedos contra las correas hinchadas y las hebillas húmedas. Ella ató el fardo a su espalda, las cuerdas cruzando sus pechos, y montó. Ella se ciñó la camisa a la cintura y la anudó, los muslos desnudos agarrando los flancos de la yegua, carne desnuda a las cruces húmedas, y atrapó la melena con su mano derecha, las riendas sueltas en la otra. ‘Dora, el bebé te da luz’. El cegador resplandor se cernía sobre el vado. ‘Dulce niño Jesús, danos luz’. Cataratas de luz y canto latino caen por los sauces, la yegua resopló y retrocedió: el rugido y trueno del agua invisible, la noche sacudiéndose abierta como una bandera, disparo con los destellos, rondando la cara de bebé, el agua golpeando sobre sus zapatos y medias hasta los muslos desnudos, y sobre ellos, como una bestia su vientre saltando, el contoneo y cabeceo de la yegua nadando, la deriva, el agua chupando, la luz cegadora adelante y atrás sin un destello anterior, en la garganta de oscuridad, la conmoción de los cascos delanteros golpeando el fondo, la lucha y elevación de las ancas. Ella sentía la corriente del agua llevándosela desde los hombros, escuchó el gran esfuerzo y sollozo del aliento de la yegua, escuchó las herraduras rechinar sobre la grava. Cuando California vino a casa el perro le resopló sin ladrar, Christine y Johnny estaban dormidos, ella no durmió por horas, pero encendió fuego y se arrodilló pacientemente sobre él, formando y secando los queridos regalos que había comprado para la mañana de navidad.
Ella odiaba (ella pensaba), el cuello orgulloso del semental. El hubiera inclinado las grandes masas gemelas de su pecho en la baranda, sus ojos amarronados destellaron blancos crecientes, ella lo admiró entonces, ella lo odiaba por su inutilidad, sirviendo a nada excepto la vanidad de Johnny. Los caballos eran demasiado baratos para alimentar. Ella pensó, si él pudiera campar a sus anchas en libertad, sacudiendo la melena de ruano por una bandera sobre las colinas desnudas. Un hombre trajo una yegua en abril, entonces California, aunque quería observarla, se quedó con Christine adentro. Cuando la niña se inquietó la madre le dijo una vez más sobre el milagro del vado, su oración al niño Jesús la víspera de navidad cuando ella trajo los regalos a casa, la aparición, las luces, el canto latino, el trueno de plumas de ala y agua, el niño brillante, las cataratas de esplendor por la oscuridad. ‘Un pequeño bebé’ preguntó Christine, ‘¿el Dios es un bebé?’ ‘El bebé de Dios. Era su cumpleaños. Su madre se llamaba María: le rezamos a ella también: Dios vino a ella. No era el bebé de un hombre como tú o yo. Dios era su padre: ella fue la esposa del semental, lo que dije a la esposa de Dios’ dijo ella en un llanto, levantando a un costado a Christine, andando sobre los tablones del piso. ‘Ella ha sido llamada la más bendita de las mujeres. Ella era tan buena, ella fue la más amada’. ‘¿Dios vivía cerca de la casa?’ ‘El vive arriba, sobre las estrellas, se extiende sobre la desnuda colina azul del cielo’. En su mente una imagen destelló, de la melena roja del ruano sacudida como una bandera sobre las colinas desnudas, y ella dijo rápidamente, ‘El es más como una gran hombre sosteniendo el sol en su mano’. Su mente dando sus palabras a la mentira, ‘pero nadie sabe, sobre el brillo y el poder. El poder, el terror, el fuego ardiendo la cubrió…’ ‘¿Ella fue quemada, madre?’ ‘Ella era tan buena y hermosa, ella fue la madre del pequeño Jesús. Si tú eres buena nada te va a herir’. ‘¿Qué pensaba ella?’ ‘Ella amaba, ella no tenía miedo de los cascos, manos que habían hecho las colinas, el sol y la luna, y el mar y las grandes secuoias, la fuerza terrible, ella se entregó sin pensar’. ‘¿Tú sólo viste al bebé, madre? ‘Sí, y los ángeles a su alrededor, la gran selva brillando sobre el río negro’. Tres veces ella caminó hasta la puerta, tres veces retornó, y ahora la mano que tres veces colgó en el picaporte, llena de acción prevenida, retorció la ropa del vestido del bebé que había estado remendando. ‘Oh, oh, lo he roto’. Ella golpeó a la niña y luego la abrazó ferozmente, el pequeño cuerpo enfermizo y rubio. Johnny entró, su rostro enrojeció como si hubiera estado parado cerca del fuego, sus ojos triunfantes. ‘Finalizado’ dijo, y miró con malicia a Christine. ‘Voy a ir por el valle con Jim Carrier, él me debe cinco dólares, yo le cargo quince, él trajo diez en su bolsillo. Tiene uvas en el rancho, quizá tome un barril de vino tinto en vez de dinero. Vuelve mañana. Mañana a la noche te digo, eh, Jim’ él se rió sobre su espalda, ‘Digo mañana a la tarde le mostraré cómo actúa el tipo rojo, el gran tipo. Cuando venga a casa’. Ella no respondió nada, pero se paró enfrente de la puerta, sosteniendo la pequeña mano de su hija, en el camino del sol entre las secuoias, mientras Johnny ataba a la yegua detrás del carruaje de Carrier, y trayendo silla y brida las arrojó bajo el asiento. La yegua de Jim Carrier, la bahía, se paraba con la cabeza gacha y arrancó lentamente, los hombres riendo y gritándole a ella, sus voces podrían ser oídas por todo el camino empinado, luego de que el ruido de las ruedas con aro de hierro muriera desde la piedra. Entonces uno podría oír el murmullo del viento en las altas secuoias, el tintineo del arroyo de abril, profundo en su hueco. La humanidad es el comienzo de la raza, digo que la humanidad es el molde del cual partir, la corteza a romper, el carbón a convertirlo en fuego, el átomo a ser dividido. La tragedia que rompe el rostro del hombre y un fuego blanco vuela desde allí, visión que lo enloquece fuera de sus límites, deseo que lo enloquece fuera de sus límites, crimen artificial, ciencia inhumana, ojos rasgados en la máscara, amores salvajes que saltan sobre los muros de la naturaleza, el salvaje cerco abovedado de la ciencia, la inútil inteligencia de estrellas lejanas, sombrío conocimiento de demonios revoloteando que hacen un átomo, esos rompen, esos perforan, esos deifican alabando a su Dios estridentemente con voces feroces: no en la figura del hombre El aprueba la alabanza, él, que camina desnudo de rayo en la muerte del Pacífico, que enlaza los soles con planetas, el corazón del átomo con electrones: ¿qué es humanidad en este cosmos? Para él, el último vestigio de un rastro en los posos de la solución, para sí mismo, el molde desde el cual romper, el carbón a romper en fuego, el átomo a ser dividido. Luego de que la niña se durmió, luego de que la tarde con pies de leopardo se deslizara hacia el océano, California encendió la lámpara en su llama menor y salió de la casa. Se movía suspirando, como un fuego suelto, hacia atrás y adelante sobre el suave piso junto a la puerta. Ella escuchó el viento de la noche que va por el valle como la sequía en una chimenea bajo un tiempo despejado, susurro y lanza en las altas secuoias, ella escuchó el tintineo del arroyo de abril en su hondonada. Refrescados por la noche los olores que los caballos habían dejado atrás estaban en sus fosas nasales, la noche enblanquecía la colina desnuda, un grupo de coyotes junto al río lloraba amargamente contra la salida de la luna, entonces California corrió al viejo corral, el vacío donde guardaban a la yegua gris, y se inclinó, y magulló sus pechos sobre la baranda, sintiendo el cielo que enblanquecía. Cuando la luna se paró sobre la colina ella se metió en la casa. La niña respiraba tranquilamente. A sí misma: ¿a dormir? Ella había visto a Cristo en la noche de navidad. Las colinas estaban brillando abiertas a la enorme noche de la luna de abril: vacías y vacías, ¿las vastas espaldas redondeadas de las colinas desnudas? Si uno pudiera cabalgar hacia arriba, ¿no debería el mismo Padre ser visto criando su noche, cruzado de piernas, la mano en el mentón, tomando la última cúpula? Más como saltando las colinas, sacudiendo a la yegua ruana como una bandera en las colinas desnudas. Ella sopló la lámpara. Cada fibra de carne tembló con fragilidad cuando ella vino a la puerta, le faltaba fuerza para vagar a pie en el resplandor de la colina, lo suficiente alto, suficiente alto… el odioso rostro de un hombre había tomado la fuerza que podría haberle servido, el corral estaba vacío. El perro la siguió, ella lo tomó del collar, lo arrastró en feroz silencio a la puerta de la casa, lo ató adentro. Estaba como la luz del día afuera y ella se apuró sin vacilar por el sendero, a través de la oscura franja de robles retorcidos, al lugar abierto en un hueco de la colina. La oscura fuerza del semental la había oído venir, ella lo escuchó soplar el aire brillante desde sus fosas nasales, ella lo vio en el blanco lago de la luz de la luna moverse como un león por las maderas del cerco, sacudiendo la caída de la noche de la gran melena, su fragancia vino a ella, ella se inclinó en la valla, él se salió de ella, sus cascos haciendo un suave trueno en el suelo pisoteado. El amor salvaje lo había pisoteado, su lucha con el extraño, la vergüenza del día lo había estampado en fango y polvo cuando los pesados calzones forzaban los suaves flancos. ‘¡Oh, si pudiera soportarte! Si tuviera la fuerza. Oh, gran Dios que vino a María, tú viniste gentilmente. Pero yo lo cabalgaré en lo alto de la colina, si me arroja, si me pisotea, ¿no es mi deseo soportar la muerte?’ Ella trepó la valla, presionando su cuerpo contra la baranda, sacudiéndose como fiebre, y cayó adentro en el suave suelo. El ni la amenazó con sus dientes ni huyó de su venida, y levantando su mano gentilmente a la cabeza elevada ella cogió la correa de la cabezada que colgaba bajo la quijada temblorosa. Ella soltó el cabestro de la alta resistencia del cuello y el arco de la melena de nube de tormenta colgó en la viva oscuridad. El se paró, ella aplastó sus pechos en la dura espalda, un brazo sobre la cruz, el otro bajo la masa de su garganta y murmurando como una paloma de montaña ‘Si pudiera soportarte’. No había modo, no había ayuda, un golfo en la naturaleza. Ella murmuró ‘Ven, correremos sobre la colina. Oh, hermoso, oh, hermoso’, y lo condujo a la puerta y lanzó las barras al piso. El echó su cabeza hacia abajo para oler las barras, y mientras se paró, ella atrapando melena y cruz con toda la súbita contractura y fuerza de su cuerpo esbelto, saltó, se aferró duro, y estaba montada. El había estado montando antes, él no peleó contra el peso pero corrió como una piedra cayendo, rompió por la ladera en el vidrio de luna de la corriente, y aplastada a su cuello ella sintió las ramas de un árbol volar sobre ella, vio la pared del matorral de roble que terminaba su mundo: pero ella no giró allí, las ramas enmarañadas rasparon su rodilla derecha, los grandes hombros inclinados trabajando la ladera de la colina, arriba, arriba, la colina despejada. El deseo había muerto en ella en la primera acometida, la caída como muerte, pero ahora revivía, ella sintiendo entre los muslos la labor de la gran máquina, los músculos corriendo, la dura velocidad, ella cabalgando la salvaje y la exultante fuerza del mundo. Habiéndose topado con la espesura él giró hacia el este, corriendo menos salvajemente, y ahora al fin él sintió el cabestro cuando ella se lo puso, ella lo guió hacia arriba, él se detenía y contemplaba en el gran arco y orgullo de la colina, el silencioso calvario. Un roble enano trepaba por la otra ladera desde la oscuridad del cañón desconocido más allá, el último arbusto golpeado por el viento se arrastró hasta la altura, y California se deslizó de su montura y lo ató a ella. Ella se paró entonces, sacudiéndose. Enormes películas de luz de luna se arrastraban desde la altura. El espacio, blancura ansiosa, vastedad. Distante más allá de la concepción el brillante océano disponía luz como una bruma a lo largo de la cornisa y el dudoso final del mundo. Pequeños vapores brillando, y pequeñas oscuridades en el cuadro lejano bajo los pies que simbolizaban la madera y el valle, pero el aire era el elemento, las agujas y arcos saturados de luna del aire. Aquí está solitario, aquí en el calvario, nada consciente pero el posible Dios y la hierba cosechada, ningún testigo, ningún ojo sino ese mal formado, la pasada completud de la luna. Dos figuras en la colina brillante, la mujer y el semental, ella arrodillada ante él, adorándole quebradamente. El recortando la hierba, moviendo los cascos, o levantando la larga cabeza para contemplar sobre el mundo, tranquilo y poderoso. Ella rezó con voz fuerte ‘Oh Dios, no soy lo suficiente buena, oh temor, oh fuerza, soy arrastrada. Johnny y el otro hombre me han tenido, y ¡oh, claro poder! Aquí estoy’ dijo ella, cayendo ante él, ella se arrastró a sus cascos. Ella se acostó un largo rato, como si durmiera, al alcance de los cascos delanteros, llorando. El evitaba su cabeza y el cuerpo inclinado. El retrocedió al principio, pero después arrancó la hierba que crecía junto a su espalda. La pequeña cabeza oscura bajo sus narices: una pequeña piedra redonda, eso olía a humano, cabello negro creciendo de ella: el cráneo apagó la luz adentro: no era posible para ojo alguno saber cómo palpitó y brilló bajo las suturas del cráneo, o una concha llena de luz había atermorizado la fuerza del ruano, y él había roto el amarre, gritando, y corriendo por el valle. El átomo rebota rompiéndose, nuclear al sol, electrones a planetas, con reconocimiento, no orando, auto equilibrándose, el todo del todo, el microcosmos no ingresando ni aceptando entrada, más igualmente, más puntualmente, más increíblemente conjuga con el otro extremo y grandeza, apasionadamente perceptivo de identidad… Entretanto el fuego lanzaba figuras y símbolos, mitos raciales formados y disueltos en él, los gobernantes fantasmales de la humanidad que sin serlo son aún más reales que para lo que nacieron ellos, y sin forma, forma que los hace: los nervios y la carne van juntos como sombras, los miembros y las sombras vivas, esas sombras permanecen, esas sombras a cuyos templos, a cuyas iglesias, a cuyos trabajos y guerras, se dedican sueños y visiones: desde el fuego en la pequeña piedra redonda cubierta de musgo negro, un hombre crucificado se marchitaba en angustia, una mujer cubierta por una enorme bestia en cuya melena se enredaban las estrellas, el sol y la luna eran sus párpados, sonrió bajo la insoportable violación, su garganta hinchada con tormenta y manchas de sangre brillando en los labios estirados, no una mujer, un agua oscura, partida por chorros de rayos, y luego de una estación lo que flotaba salía del agua de surco, ¿un bote, un pez, un globo de fuego? Tenía alas, la criatura, y volaba contra la fuente del rayo, cayó ardiendo de la nube de vuelta al agua sin fondo… Figuras y símbolos colados del fuego jugaron en su cerebro, pero el fuego blanco era la esencia, la quemadura en la pequeña concha redonda del hueso que el pelo negro cubría, que yace junto a los cascos sobre la cima de la colina.
Ella se levantó al fin, ella desató el cabestro, ella caminó y condujo al semental, dos figuras, mujer y semental, bajaron por el silencioso vacío de la bóveda de la colina, bajo la catarata de la luz de la luna.
La noche siguiente había luna a través de nubes. Johnny había retornado medio borracho hacia el atardecer, y California, que lo conocía desde hacía muchos años sin amarlo ni despreciarlo, esta noche al odiarlo había dejado a la niña Christine jugar a la luz de la lámpara por horas luego de su hora de acostarse, que cayó dormida al final sobre el piso junto al perro, entonces Johnny: ‘Ponla en la cama’. Ella recogió a la niña contra sus pechos, la puso en la habitación y la cubrió con una sábana. La ventana estaba blanca, la luna se había levantado. La madre se acuesta junto a la niña, pero luego de un momento Johnny se paró en la puerta. ‘Ven, bebe’. Había traído a casa dos jarras de vino colgadas a la montura, parte de pago por el servicio del semental, una de las jarras estaba en la mesa y California tristemente vino y vació su vaso. Whisky, pensó ella, lo hubiese borrado hasta mañana, el fino vino tinto… ‘Tenemos una buena tarde’ rió él, sirviéndose. ‘Un vaso todavía, luego te muestro lo que hizo el tipo rojo’. Ella moviéndose hacia la puerta de la casa, los ojos de él la siguieron, el vaso lleno y el jugo rojo corría sobre la mesa. Cuando golpeó los tablones del suelo él escuchó y miró. ‘¿Quién encierra al cerdo?’ murmuró él estúpidamente, ‘aquí hay sangre, aquí hay sangre’, y rastreó sus dedos en el lago rojo bajo la luz de la lámpara. Mientras estaba mirando por la puerta chirriante, ella se había deslizado afuera, y él, su boca encorvándose como un fauno que imaginó la caza bajo las solemnes secuoias, el jadeo y la víctima sin resistirse atrapada en un rincón oscuro. El vació el vaso y salió a los moteados senderos de la luz de la luna. Ningún sonido salvó el arroyo de abril. ‘Ey Bruno’ llamó él, ‘encuéntrala. Bruno, ve a buscarla’. El perro luego de un poco entendió y salió a la pesquisa, el hombre siguiéndole. Cuando California agazapada junto a un roble sobre la casa los escuchó acercarse salió disparada a la ladera abierta y corrió colina abajo. El perró le ladró a sus talones, contento con el juego, y Johnny lo siguió en silencio. Ella corrió al nuevo corral, ella vio al semental moverse como un león por las maderas de la valla, el cuello oscuro arqueado sacudiéndose la caída de la noche de la gran melena, ella se arrojó boca abajo y se retorció bajo los barrotes, sus cascos retrocediendo de ella hicieron un trueno apagado en el suelo blando. Ella se paró en el medio del corral, jadeando, pero Johnny se quedó en la valla. El perro corrió tras él, y viendo al semental moverse, la mujer parada tranquila, danzó detrás de la bestia, con fintas y rodeos de dientes blancos. Cuando Johnny vio a la formidable fuerza oscura retroceder ante el perro, él trepó sobre la valla. La niña Christine se despertó cuando su madre la dejó y se queda medio soñando, en el medio despertar del sueño ella vio el océano subir desde el oeste y cubrir el mundo, ella miró por el agua clara a las cimas de las secuoias. Ella escuchó el chirrido de la puerta y la casa vacía, su corazón conmovió a su cuerpo, sentándose sobre la cama, y ella oyó al perro y se arrastró hacia la luz, donde brillaba bajo la grieta de la puerta. Ella abrió la puerta, la habitación estaba vacía, la punta de la mesa era un lago rojo bajo la luz de la lámpara. El color de eso era terrible para ella, Había visto el jugo rojo gotear del hocico de un coyote al que su padre había disparado un día en las colinas y traído a casa sobre la montura: ella miró el rifle sobre el estante de la pared: no estaba movido: ella corrió a la puerta, el perro estaba ladrando y la luna estaba brillante: conocía el vino por el olor pero el color la atemorizó, la casa vacía la atemorizó, ella siguió por la colina en el blanco sendero de la luz de la luna, el amistoso ruido del perro. Ella miró adentro del corral grande de la casa, al nivel del hombro de la colina, negro sobre blanco, la oscura fuerza de la bestia, la furia danzante del perro, y los otros dos. Uno huyó, uno lo siguió, el grande cambió, retrocediendo: uno cayó bajo sus cascos delanteros. Ella oyó gritar a su madre: sin pensarlo ella corrió a la casa, ella arrastró una silla pasando el mueble rojo y trepó al rifle, lo sacó de la pared y lo cargó de algún modo por la puerta y la ladera de la colina, sollozando bajo el duro peso. Su madre se paraba junto a las barras del corral, se lo dio a ella. En el lado lejano el perro destellaba al semental hundiéndose, en el medio del espacio el hombre, moviéndose lento, arrastrándose como un gusano herido, arrastraba su cuerpo a pulgadas hacia la línea de la valla. Entonces California, dejando el rifle arriba de la barra, sin dudar, sin hesitación, apuntó al cuerpo saltando del perro, y cuando se paró, disparó. Se rompió, rodó, se quedó quieto. ‘¡Oh, madre, has herido a Bruno!’ ‘¡No podía ver las miras a la luz de la luna!’ contestó ella tranquilamente. Ella se paró y observó, dejando la culata del rifle en el suelo. El semental giró, liberado de su tormento, el hombre se acurrucó, gimiendo un delgado y amargo llanto de pájaro, y el trueno del ruano golpeó, los cascos no dejaron nada vivo pero sus dientes hicieron trizas los restos. ¡Oh, madre, dispara, dispara!’ Todavía California se paró observando cuidadosamente, hasta que la bestia, habiendo alimentado toda su furia estiró su cuello hasta el máximo, cabeza levantada, y arrugó el labio superior desde los dientes, bostezando obscena, asco no por un hombre, una mancha en la tierra lunar: entonces California se movió por alguna oscura humana fidelidad, levantó el rifle. Cada célula de los nervios separada de su cerebro llameante, las estrellas caían de sus lugares llorando en su mente: ella disparó tres veces antes de que las ancas se arrugasen de lado, las patas rígidas, y la hermosa fuerza asentada a la tierra: ella giró entonces sobre su pequeña hija la máscara de una mujer que había matado a Dios. El viento de la noche virando, el olor del vino dividido cayendo de la colina desde la casa.
traducción: HM