Autor: Claudia Soto
Si la caída de un meteorito suena más estimulante que la maldita realidad, es todo producto del puñado de personas de mayor poder en este sistema de dominación global, las que –paradójicamente- hoy se autoperciben “antiglobalización”. Esto es así porque un poderío de este calibre cambia sus narrativas como de calzones. Si en los noventa estaba bien la aldea global para fabricar (y contaminar) barato y lejos del hogar; hoy se necesitan esos lugares para maximizar la explotación/extracción de bienes y recursos naturales. Incluso están buenos para construir nuevos sujetos sociales: neoesclavos, neoserviles, no importa bajo qué denominación los describa, lo importante es que no tienen ni voz ni voto en la construcción de un posible futuro de la humanidad. Porque si hay algo que caracteriza a esta caterva derechosa es su impunidad, el sistema desde el colonialismo y el neocolonialismo les permite ser provocadores con sus discursos, violentos y antidemocráticos.
No necesitamos estudiar a Gramsci para saber que la estrategia favorita es construir el famoso “sentido común” a fuerza de mentiras y sobre todo de violencias. Lo que se dice un mix de soft y hard power regado con un neofascismo picante. Quizás hoy no todos ellos tienen la infraestructura para perseguir y linchar como en las viejas épocas coloniales. En cambio, cuentan con un ejército de mercenarios (periodistas, policías, políticos, etc.) con los que pueden hacer linchamientos disciplinadores. Incluso ese neoesclavo que compra su propio grillete en cuotas también boicotea cualquier futuro colectivo. El Decamerón de esta época se narra en TikTok. Por ahí pasean los bufones de estas cortes: un Kanye West psiquíatrico; el negro de Vox en España sin mencionar los payasos tercermundistas que dan más que penita cuyo sueño húmedo es ser miamero o que Trump los coja de parado o los salude.
Dado que esto es parte de la historia de la humanidad y no una película clase B, lo que tendríamos que preguntarnos es sobre las probabilidades que tienen tipos como Trump de darle una vuelta más a este retorcido sistema sumido en una decadencia catastrófica. Ayer fue el covid, mañana puede ser una gripe aviar, algún tsunami o ese Nerón yanqui de piel naranja cuya idea de desarrollo inmobiliario es desalojar a los autóctonos, y en caso de negarse, quemarlos vivos. ¿Es posible resistirse a ese destino?
Cuando uno piensa en Haití o Gaza parecería que todo está perdido. Pero, por otra parte, si escuchamos al Donald o el panelista devenido a presidente de la Argentina, es muy fácil descubrir los hilos detrás de su estrategia porque tenemos claro cuál es su objetivo: sostener los privilegios de un puñado de ricachones con este sistema que además de injusto es violento y contaminante. A pesar de lo engañoso de la narrativa, quienes gobiernan no proponen nada innovador, nuevo, ni remotamente mejorado: siempre es restauración, conservación pura y dura. Por ejemplo, recurren al argumento racial para justificar todo: opresión, genocidio, pérdida de derechos básicos. Lo importante es justificar la mercantilización de la vida monopolizada por los mercaderes de la guerra. Mientras que las mayorías tienen que producir mucho más de lo que se les retribuye, la acumulación de poder queda en manos de tres o cuatro empresas propietarias de todas las tecnologías que regulan la existencia del planeta. Al mismo tiempo, si somos capaces de cabalgar el algoritmo y la transmedia, quizás podamos advertir huellas de resistencias diversas, principalmente culturales, porque en el plano económico, militar o político parecería no existir modelos atractivos, al menos en Occidente.
Paradójicamente esas resistencias culturales son hijas de la globalización, tienen la impronta de lenguajes y narrativas híbridas, mestizas; capaces de impactar el multiculturalismo. Quizás Kendrick Lamar no sea parte de una revolución, pero es parte del circo global y pudo filtrar en su rol de entretenedor críticas sociales. Incluso su adversario Drake produce contenidos contraculturales interesantes. Ni hablar de los que no son del mainstream y se niegan a entregar su arte al mercado. En este sentido, un artista no necesita ser un panfletario discursivo, sino un agudo observador, sensible a su entorno y con capacidad para transmitirlo. También es posible pensar que existen mecanismos sociales que se organizan, se militan y se anteponen al presente maldito. En Israel mismo hay varias organizaciones pacifistas, incluso militares y ciudadanos de a pie que se comprometen con su tiempo histórico. No todos los medios son reproductores de las narrativas hegemónicas, hay quienes creemos que hay maneras más inteligentes de consumir la maldita realidad. El poder simbólico no está del todo perdido… todavía… Reconforta saber que mientras Occidente se regodea en una eterna decadencia, en Oriente aprenden y articulan sus experiencias con perspectivas comunitarias mucho más efectivas que la pregonada libertad, fraternidad e igualdad de nuestras democracias burguesas.