El niño y el marinero

Autor: Davies, William Henry

Mis abuelos eran una pareja querida de viejos, y amables con todas las tonterías, ellos veían en el Paraíso al cordero que tuvo de mascota Jesús cuando era un niño, su fe jamás fue envuelta en dudas: para ellos la Muerte era un arcoiris en la Eternidad, que pronto prometía un eterno brillo. El era un viejo hombre de mar, un viejo rudo pero amable, y peludo, como la almendra llena de dulce leche. Todo el día en la orilla él observaba los vientos para las esposas de los marineros, y contaba qué barcos disfrutaban de buen clima, y qué barcos tenían tormentas, él observaba el cielo, y el podía decir seguro qué tardes seguirían a mañanas tormentosas, si noches tranquilas terminarían tardes salvajes. El saltaba del escándalo con un rugido, y si un susurro aún poseía su mente, caminaba en círculos y lo maldecía como una plaga. El se ofendió del Paraíso cuando pasaron los mendigos, y severamente los llamó para ayudarlos. Yo vivía en la casa de este viejo capitán, y las cosas que contenía la casa eran las de una cabina de barco: caracoles, cartas y piedras, maquetas de naves, algas verdes, peces disecados y tallos de coral, viejos troncos de madera con asas de cuerda empalmadas, con platillos de cobre llenos de dinero extraño, que parecían ahorros de hombres muertos, no tocados para mantenerlos calientes desde que murieron sus dueños reales, cuerdas de cuentas rojas, pensaba que fueron sumergidas en sangre, y lámparas balanceándose como si la casa pudiera moverse, un faro de marfil construido sobre rocas de marfil, los huesos de pescados y tres naves embotelladas. Y había muchas cosas allí que los marineros hacen en sus horas ociosas, cuando en largos viajes, de maravillosa paciencia, a ningún destino hermoso. Y en esas cartas vi los pequeños puntos negros que eran llamados islas, y sabía que tenían tortugas y palmeras, y el oro enterrado de los piratas. Allí vino un extraño a la casa de mi abuelo, el sobrino del viejo, un marino también, un hombre fuerte, grande, capaz, que podría haber caminado por la colina de Twm Barlum todo ataviado en cota de malla tan fuerte que podría haber hecho de un hombre su garrote para derribar a otros, Henry era su nombre, ningún otro nombre fue pronunciado por sus parientes. Y aquí estaba él, aliviado de su pesado uniforme, pero oh, pensé, ¡qué secretos del mar los suyos! Este hombre conoce islas de corales en el mar, y chicas morenas con el corazón roto por hombres blancos, más ricas que España, cuando los fenicios comerciaban plata por lastre común, y ellos vieron caballos comiendo grano en pesebres de plata, este hombre ha visto el viento soplar el cabello de una sirena que, como una serpiente dorada, se encabritaba y estiraba para sentir el aire afuera más allá de su cabeza. El me rogó mis peniques, que le di con alegría, él ciertamente volverá en algún tiempo, un rey que se hizo a sí mismo de alguna tierra nueva, y rico. Compañeros, ese él, el héroe de mis sueños, podría ser la burla de su pueblo, porque ellos se levantaron para el orgullo comando de naves, mientras él había trabajado ante el mástil durante años y bien contento, a él lo despreciaban, y sólo la Muerte podría traer una semejanza a su rostro para lucir como ellos. Porque él bebía toda su paga, no salía al mar a menos que la cerveza fuera fácil de obtener en la orilla. Ahora, en el último largo viaje que había navegado desde Plymouth Sound a donde dulces aromas abanicaban al Cingalés en la labor, y luego de vuelta a casa, pero no vino cerca de mi pariente hasta que la paga fue gastada. El no era viejo, aún parecía eso, por su rostro se veía como el hombre ahogado en la morgue, cuando golpeó los muelles de madera y las quillas de barcos. Y toda su carne estaba pinchada con tinta india, su cuerpo marcado como raro y delicado, como hombres muertos conmovidos por el resplandor bajo árboles y retratados con delicadas ramitas y helechos enroscados, cadenas en su cuello y anclas en sus brazos, anillos en sus dedos, brazaletes en su muñeca, y en su pecho la Juana de Appledore tenía aparejo de goleta y navegaba a toda vela. El no podría susurrar con su fuerte y rústica voz, no más de lo que podría arrastrarse un caballo silenciosamente, él se rió para despreciar a los hombres que silenciaban cerca por temor del viento, hasta que todo su cuello estuvo oculto, como maíz indio envuelto en largas hojas verdes, él no conocía ningunas flores sino algas marrones y verdes, él no conocía pájaros sino aquellos que seguían las naves. Por completo conocía el mundo del agua, él escuchaba una música más grande allí que nosotros en tierra, cuando el órgano sacude una iglesia, juró que haría su hogar del mar, aunque estuviera siempre enardecido por tales tormentas salvajes que jamás dejó Cape Horn, feliz de oír a la tempestad gruñir y chillar como cerdos agonizantes de una matanza. Un nacido marinero auténtico, y ésta su esperanza, su ataúd sería lo que fue su cuna, un bote para hundirse y ser hundido en el mar, salado y helado en la profunda despensa de Neptuno. Este hombre despreciaba los pequeños costeros, botes de pesca, despreciaba a esos marineros que a la noche y la mañana pueden ver la costa, cuando en sus pequeños botes van a un viaje de seis días y vuelven a casa con sus esposas para cada sábado. El hablaba más de tanques de vieja cerveza, y material embotellado que él bebía en otras tierras, que eran un fuego líquido como el Infierno para tragar, pero el Paraíso para sorber.
Y así hablaba él, ni esas gentes escucharían con más temor a Lázaro, a quien habían visto muerto como piedra, que los niños a esa voz del hombre de mar. El contaba varias historias maravillosas: de donde, en Argostoli, el mar de Cephalonia corría sobre el labio de la tierra en pesadas mareas, y luego de nuevo sobre cómo el extraño chino conversaba tanto como nuestros mirlos domésticos. El nos contó cómo él navegó en una vieja nave cerca del volcan Martinica, cuya potencia sacudía como hojas secas todos los mares del Caribe, y hacía que el sólo se pusiera en un mar de fuego, el cual sólo la mitad era de él, y el polvo era grueso en el muelle, y las piedras fueron arrojadas al mástil. En mis codiciosos oídos tales palabras que dormían se pararon perplejas en mi almohada la mitad de la noche. El contó cómo brotaron islas arriba y se hundieron nuevamente, entre breves viajes, para su asombro, cómo ellas vinieron y se fueron, y cartas trucadas, contó cómo una tripulación fue maldecida cuando un hombre mató un pájaro que se calcinó sobre una barca en movimiento, y cómo las afiladas agujas del mar, firmes y fuertes, abrieron los vientres de grandes naves de hierro, o poderosos icebergs en los mares del Norte, que acechaban el lejano horizonte como fantasmas blancos. Nos contó de olas que levantan una nave tan alto que los pájaros podrían pasar de estribor a babor bajo su goteante quilla.
Oh, era tan dulce escuchar al marino contar tales historias maravillosas: cuán profundo el mar en partes, aquellos hombres hundidos debieron andar un largo camino a sus tumbas y hundirse día tras día, y maravillarse con las mareas. El habló de sus propias hazañas, de cómo el navegó una noche de verano por el Bósforo, y él, que no conocía música como la del lavado de olas contra una nave, o el viento en sepulcros, escuchó entonces la música de esa orilla boscosa de ruiseñores, y temió dejar el muelle, él pensó que estaba navegando al Paraíso. Para escuchar esas historias todos los niños colocábamos nuestros peniques en la mano lista del marinero, hasta que una mañana él firmó para un crucero largo, y se fue a navegar, nunca más lo vimos. ¿Podría un hombre como ese hundirse en el mar desconocido? No, él había encontrado una tierra con algo rico, que mantuvo sus ojos tierra adentro para su vida. ‘Un maldito mal navegante y un tiburón terrestre también, nada bueno en puerto o afuera’ dijo mi abuelo.

traducción: HM

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