Autor: Weldon Kees
No una tercera que camina junto a mí sino una quinta, o sexta o más. Al anochecer o amanecer, o al mediodía enceguecedor, un séquito de sombras que ninguna puerta excluye. Una como una especie de garabato, manos garabatearon temblando y tristes, un enano jorobado de labios de liebre con una sonrisa como la cáscara de un pomelo, que parlotea como lo hago yo cuando el cerebro está vacío y cansado y a los invitados ya no les importa: un payaso, que se estremece y de pronto es un hombre con una boca de algodón atrapado en la silla de un dentista.
No una tercera que camina junto a mí sino una quinta, o sexta o más: una con su rostro pudriéndose, la más espantosa de todas, cuyas muletas chillan en la acera como una uña en una pizarra rasga alguna puerta astillada de la infancia. Por el hall entramos a mil habitaciones que vierten las horas atrás, aquella silueta que las paredes con sombras arrancaron de la guerra, acusando y rígida, negra como las calles por las que somos decolorados. Las muletas caen al piso.
No una tercera que camina junto a mí sino una quinta, o sexta o más que los dedos o el cerebro pueden soportar, un monstruo ensartado con agallas, un cobarde cubierto de pelo, enmarañados y a sus rodillas, asesinos, mentirosos, ladrones, moviéndose en filas oscurecidas por el amanecer y el aire de la tarde hasta que los párpados se cierran, rompieron como las hojas de un cuchillo, y comienza tu sueño de su muerte. Poseedores y poseídos, mantienen el despertar del lecho como un doctor o una esposa podrían esperar la oscuridad hasta el pálido amanecer, protectores de tu vida.
traducción: HM