Una distancia desde el mar

Autor: Weldon, Kees

A Ernest Brace
«Y cuando los siete truenos habían emitido sus voces, yo estaba por escribir: y escuché una voz desde el cielo diciéndome, ‘Sella esas cosas que los siete truenos han pronunciado, y no las escribas’”. Revelaciones, X, 4.
Esa balsa que aparejamos, bajo el agua, era justo el ítem: cuando caminamos, con su ropa soplando, oscura contra el cielo, era como si las olas insustanciales sostuvieran erguidos sus delgados e inviolados pies. Las gaviotas sobrevolaban, cayendo, gritando solitarias, delgadas extensiones raídas de nube derivadas en barras a través del sol. Allí en la orilla la respuesta de la multitud fue instantánea. El lo manejó bien, pensé –el paso, la inclinación de la cabeza, lo justo. Largas franjas de luz estaban encegueciendo sobre las olas. Y entonces supimos que nuestro trabajo había valido el tiempo: el día de cortar, arreglar, todos esos clavos, los cansadores ensayos, consideraciones de ejecución. Pero si desean un milagro, tendrán que trabajar por él, desplieguen sus planes cuidadosamente y manténganse un salto por encima de la multitud. Reportar un milagro es un placer sin igual, pero escenificar uno requiere tacto, imaginación, una habilidad especial para el trabajo que no cualquiera posee. Un milagro, de hecho, significa trabajo. Y ahora están esos que han venido diciendo que los milagros no eran lo que estábamos buscando. ¿Pero qué otra cosa hay allí? ¿Qué otra esperanza sostiene la vida sino lo milagroso, la paciente y hábil ejecución, el trabajo conjunto, todo el dolor y la preocupación que cada milagro envuelve?
Visionarios lanzándose a sus camas, acechados y atormentados por cuestiones de mesianismo y escatología, son como la niebla elevándose a la caída de la noche, y llegan, quizás, a menos aún. Graves supernaturalistas, devotos adoradores experimentan el éxtasis (tal como es), pero no nuestro éxtasis. Es de nuestra hechura. Aún a veces cuando el torrente de aquel tiempo viene a raudales, me maravillo ante nuestro coraje y nuestra empresa. Era como si el mundo hubiera sido una sala abandonada y oscura en la que había hileras de velas apagadas; y nosotros no por amor, ni tanto, ni por esperanza, ni siquiera por adoración, pero desde el temor a la muerte, vinimos con nuestras luces y observamos las velas, una por una, tomamos el fuego, llamas contra la larga noche de nuestro temor. Pensábamos que jamás moriríamos. Ahora estoy menos convencido. El viajero en llanura distingue las montañas a una distancia, luego él pierde visión. Su camino ondea por los valles; entonces, a un súbito giro de un sendero, los picos se paran desnudos ante él: son otra cosa respecto de lo que vio abajo. Pienso ahora en la balsa (para mí, de algún modo, la cumbre de toda la experiencia), y todas las expectativas de aquel día, pero también en la cueva donde almacenamos pan, los encuentros secretos en las colinas, los falsos asesinos contratados para la última persecución, las cuidadosas etapas de las curaciones, los oficiales sobornados, los atuendos de los ángeles, a medida sin fallas, las medicinas administradas detrás de la piedra, aquella última nube, tan perfecta, y tan oportuna. Quién manejó toda esa sangre jamás lo supe.

Los días se hacen más largos. Fue hace mucho tiempo. Y he llegado a ese punto en el giro del camino donde los picos son infinitos –en forma de cuerno y en escala, sofocados con espinos-. Pero incluso aquí, sé que nuestro trabajo valió el costo. Lo que hemos traído para pasar nadie puede llevárselo. La vida arriba no ofrece milagros, desafortunadamente, y necesita asistencia. Nada será lo mismo que fue una vez, me digo. Está oscuro aquí en el pico, y sigue oscureciendo. Parece que estoy experimentando una especie de éxtasis. ¿Fue la luz del sol sobre las olas aquel día? La noche viene abajo. Y ahora el agua parece remota, irreal, y quizá lo sea.

traducción: HM

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