Autor: Leila Soto
Ya sin sorpresa (y sin vergüenza), Cristina Fernández recibió la ratificación de una condena que -en términos jurídicos- es una aberración realizada por un tribunal cuya legitimidad se explica sólo por ser parte de la camarilla amigota que supo acrecentar Mauricio Macri durante su mandato presidencial. Todo un logro a pulso de nombramientos arbitrarios, partidos de fútbol en la quinta, espionaje y vaya a saber qué otros menesteres. Lo que nos recuerda lo gravitante de uno de sus primeros decretos: nombrar a dos miembros de la Corte Suprema de Justicia por decreto para luego obtener el visto bueno de senadores opositores serviles y gobernadores genuflexos. Esa misma gente que bloqueó cualquier intento del kirchnerismo por nombrar jueces en la Corte o realizar alguna reforma judicial, incluso intentar ponerle algo de transparencia al hediondo Consejo de la Magistratura, o como se podría rebautizar: club corporativo judicial. Porque lo que más caracteriza al poder judicial es su capacidad para alejarse del concepto de justicia y cumplir un rol de villano, cómplice de los poderosos.
Pero si Emile Zola se escandalizaba de una camarilla militar y jurídica francesa, los argentinos sabemos que ellos están en segundo lugar en todo, también en ese patrioterismo hipócrita y racista. Porque en nuestro país, los roles para este acto de injusticia son muchos y muy importantes. Ahora yo acuso al poder judicial. Esos funcionarios que están aupados por el poder estatal para cumplir de manera corporativa un mediocre papel: títeres que se saben impunes porque son muchos los cómplices. Entre ellos, la clase dirigente, especialmente quienes tienen la responsabilidad de controlar y equilibrar poderes en una democracia, gente que se sirve de un sistema electoral manipulado y de una democracia debilitada en esta eterna crisis neoliberal. Otro gran cómplice al que hay que acusar es la mafia mediática, monopolizada por grupos económicos con alto grado de expertise en socavar la política, presentándola distorsionada y apelando a que sea “consumida” de forma pasiva e ignorante.
Penosamente ante esta situación, también es cómplice el campo popular organizado en demasiadas agrupaciones, que se esfuerzan tanto por diferenciarse entre sí, que no queda espacio para la verdadera confrontación. Cuando la izquierda actualiza sus narrativas, sus discursos o lenguajes, suena como un viejito meado tratando de parecer canchero. Quizás sería bueno pensar mejor salir a conquistar el sentido común de la gente no de un modo aesthetic sino más bien gramsciano. La mística se gana con la lucha organizada de forma potente, pragmática y con la lucidez para distinguir entre diversidades y no fragmentos de intereses en común. Al fin y al cabo, no importa si se trata de cual o tal organización, o tal o cual barrio, todos padecen hambre y pobreza generada por el actual modelo “libertario”.