Autor: Gichard Montour

Es media mañana en el centro de Puerto Príncipe y ya han ingresado dos víctimas de disparos al hospital, pasando al mural que instruye al público a dejar sus machetes y rifles afuera.

Los dos hombres –un administrativo de 60 años y un electricista de 29- se sentaron en la “sala de shock” y fueron remendados mientras afuera continuaban las refriegas.

“Tuvimos una víctima ayer –un hombre de 81 años que estaba yendo a su puesto ambulante y… la vida cambia” dijo James Gana, doctor nigeriano de Médicos Sin Fronteras (MSF, de aquí en adelante).

Minutos después sonaron sirenas y un tercer herido también llegó en una silla de ruedas, en lo que es la última víctima de un año tan violento como caótico en Haití. El arribo de las fuerzas kenyatas no proporcionó calma y las bandas armadas se unieron en el grupo Viv Ansanm (Viviendo Juntos), determinándose a tomar el control completo de la capital por una mezcla de razones políticas y criminales.  

En las últimas semanas, viendo que los kenyatas son flojos y no los pudieron dominar, el derramamiento de sangre se aceleró, y hubo voces que clamaron por una intervención internacional más poderosa. Hablamos con Pierre Espérance, abogado de derechos humanos. Espérance admitió que era doloroso tener que pedir el despliegue de fuerzas extranjeras en un país que sufrió una sucesión de humillantes y degradantes intervenciones extranjeras, desde la ocupación de los marines estadounidenses en 1915, que duró 19 años. La última intervención de ese tipo, la misión de la Minustah iniciada con el terremoto de 2010, concluyó en 2017 envuelta en acusaciones a sus integrantes de violaciones múltiples a los derechos humanos de haitianos y haitianas, abusos sexuales y una epidemia de cólera que continúa asolando a la agonizante nación caribeña.  i

“Pero al mismo tiempo la gente está exhausta, están cansados. No hay vida aquí en Haití” dijo Espérance mientras se prolongan las batallas de las bandas con policías y héroes locales que defienden a sangre y fuego sus viviendas y sus familias”.

El primer ministro interino, Garry Conille, tiene sentimientos similares, y critica a la comunidad internacional por fallar en su ayuda para restablecer el orden. “Sufrimos a estas guerrillas urbanas, y no contamos con los medios y armamento para dar batalla” declaró Conille al periódico Le Nouvelliste.

Gana, de 31 años, trabaja en el centro de Rugeau, cerca de Champs de Mars, el parque público más grande de Puerto Príncipe, donde está uno de los frentes de la insurrección pandillera. El lado occidental de la plaza, cercano al palacio presidencial, se ha convertido en un pueblo fantasma del que la mayoría de los residentes ha huido. Perros descarriados y familias de gallinas vagan por sus calles vacías llenas de basura. Se oyen disparos de armas de fuego de noche y de día.

“Se está poniendo intenso, cada vez tenemos más pacientes con heridas de bala. Acá hemos visto de todo” dijo Gana, que arribó a Haití en enero, antes de que los maleantes se cargaran al impopular régimen de Ariel Henry. Casi de inmediato Gana fue forzado a responder a una explosión de violencia que vio a las bandas capturar las principales carreteras, sitiar edificios del gobierno y el aeropuerto, cortando la comunicación de la capital con el resto del mundo.

En el hospital se atiende a víctimas de todas las edades y profesiones imaginables, pero los que más conmueven a los médicos son los de los niños/as y o bebés impactados. Ya hay un millón de personas viviendo en campamentos improvisadas, en la precariedad total. Gana advierte que la situación es horrorosa, y que muchos pacientes se ven impedidos de llegar al hospital porque las bandas los tienen cercados. “Es indescriptible lo que hemos visto, un horror absoluto” define el médico la dureza de su misión.

En este contexto, varias clínicas y sanatorios se vieron obligadas a cerrar sus puertas por la violencia. Entre ellos el gran Hospital General, que fue el corazón de la respuesta a la catástrofe natural de 2010. Ahora los médicos enfrentan heridos de una catástrofe natural: las armas que Estados Unidos ha vendido a las prósperas bandas que están sembrando más muerte y destrucción.

 “Y lo peor que nos pasó fue cuando un bandolero fue arrastrado de una de nuestras ambulancias para ser linchado y dado de comer a los perros”.

Ahora se calcula que sólo el 15% de Puerto Príncipe está todavía en manos del gobierno provisional. El electricista herido nos contó que perdió todas sus pertenencias en Carrefour Feuilles, un barrio de mala muerte, y que los pandilleros se apoderaron de su identidad. Como miles de haitianos, el electricista estuvo girando de refugio en refugio, de una escuela a una iglesia, de un cine reconvertido a oficinas del gobierno. En una de sus salidas recibió un disparo inesperado. Al administrativo veterano le sucedió de modo parecido, recibiendo el disparo cuando hacía su caminata matutina. Y explica: “Seguramente son niños los que hacen estas balaceras sorpresivas. La pobreza y el olvido los lleva a formar parte de las bandas. Algunos apenas tienen 10 años…”

Y el electricista remata: “Nosotros somos resistentes como la caña. Mientras haya vida seguiremos adelante. Hemos estado luchando por mucho tiempo. Y ya vendrá el tiempo de un Espartaco o un Cristo Negro”.

Vistas: 15
Compartir en