Autor: Heaney, Seamus

Fines de agosto, habiendo lluvia fuerte y sol para toda la semana, las moras madurarían. Al principio, solo una, un coágulo púrpura brillante entre otros, rojos, verdes, duros como un nudo. Tú comiste aquella primera y su carne era dulce como vino espesado: la sangre del verano estaba en ella dejando manchas sobre la lengua y ansia de recolección. Entonces las rojas se entintaron y aquella hambre nos envió afuera con latas de leche y guisantes, potes de mermelada donde las zarzas arañaban y la hierba mojada blanqueaba nuestras botas. Recorrimos campos de heno, maizales y sembrados de patatas y recogimos hasta llenar las latas, hasta que el fondo tintineante había sido cubierto con las verdes, y encima grandes manchas oscuras ardían como un plato de ojos. Nuestras manos estaban salpicadas de espinas, nuestras palmas pegajosas como las de Barba Azul. Acaparamos las bayas frescas en el cobertizo. Pero cuando se llenó la bañera encontramos una piel, un hongo color gris rata atiborrándose de nuestro alijo. El jugo era pestilente también. Una vez afuera del arbusto la fruta fermentó, la dulce carne se volvería amarga. Yo siempre me sentía como llorando. No era justo que todas las adorables latas llenas olieran a podrido. Cada año esperaba que se conservaran, sabía que no lo harían.

traducción: HM

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