Autor: Baca, Jimmy Santiago
A los ocho el tío de El Gato lo atrae con grano en un cubo y le dispara al cerdo marrón entre los ojos, ahuyenta a los hermanos blancos y negros de hocico rojo de engullir sangre en el abrevadero.
A los diez Gato pasea por las calles con un pavoneo de cola de gallo, afeitado para una vida de pelea, un camión hidrante roto inundando las calles con sangre.
En estados opulentos jardines drenan fuentes de gacela y tren nupcial, abundantemente sobre muros en punta de lanza. Estatuas griegas ofrecen sabiduría laureada a adultos con mayordomo y corazones de papel, que contestan al incendio y tiroteo de América construyendo más prisiones.
A nadie le importa lo que El Gato encontrará para comer o dónde dormirá, bajo luces callejeras lanzando terrones de tierra a los avisperos, sin temer ser aguijoneado, él promete que vengará su pobreza, para acuchillar impiadosamente con una cadena de bicicleta, a abogados cobardes tomando ventaja de su miseria, robar a un ejecutivo de la construcción en una limousine, probando heroína del muslo de una prostituta, asaltar a financistas de pacotilla con sonrisas doradas cuyas miradas de alcantarilla lo condenan, y todos los tontos que nunca rompieron una galleta de línea de sopa o que un mazazo judicial les aplastara la vida, deberían saber que él planea escenarios violentos contra ellos, reza para que los santos derritan su dolor al rojo vivo, él martillará punzante para derribarlos a la oscuridad donde él vive, y empalará sus cabezas en la hoz lunar de la Virgen de Guadalupe.
Doce años de edad. El Gato no está bien, copos peruanos embolsados a diez centavos, inhalando un trapo con pegamento. Con todas sus sentencias a prisión y policiales, no pueden cazar a El Gato en las calles o evitar que venda drogas, porque en su papel blanco cuadrado vive Dios –El Gato trafica con Dios-, que le brinda alivio desde el infierno terrenal y le hace sentir bien, le da esperanza y autoestima, y transforma la desesperación en un paraíso de cocaína, hasta que él es muerto o muere de sobredosis como otros muchachos desperdiciados en una pila de cadáveres de cárcel de condado, que comprendieron que la vida era una rejilla de alcantarilla que derramó su dignidad con la basura desechada, que el crack crea luz cuando todos tienen sólo oscuridad.
El crack es Dios cuando días sin esperanza entierran a El Gato bajo pilas de roca de desesperación, bloqueándolo de volver a sentir, rompiendo su corazón en pedazos de nada. El Gato no está bien y no predica de puerta en puerta, un chico fuerte lleno de nada, de nada él pide una bendición, a nada le reza, no espera nada, perdona sus errores y nada lo ayudará cuando él se vengue de nosotros.
Ahora catorce, bajo una luna sobre la caseta del lanzador deportivo, en las afueras del coliseo del box, luego de que las multitudes volvieron a sus casas y se removió el ring, la sombra de El Gato boxea a oponentes invisibles y levanta su mano como campeón. El se une a chicos del hogar contra una banda rival, salta las gradas por encima de las barandillas sin aliento, y hace la corte en el campo con bates, tubos, cadenas, nudillos de lata y pistolas, en un juego cada chico tiene que sostener un corazón vencedor de cinco ases, o morir con una mano engañosa de jugador de poker, la muerte no es otra cosa que una tirada de bola ocho en el descanso.
La vida de El Gato es un pop-up de Babe Ruth, navegando más allá de la atrapada de la banda rival, salta por las aceras marcadas por el crimen, huyendo de la policía sobre vallas de plazas, del ladrido de perros guardianes, por callejones arrastrados donde las ventanas y las puertas se cierran para aplaudirlo, deslizándose bajo la carrocería de un auto despintado, escuchando las noticias de que a Jo-Jo y Sparky les dispararon, él marcó con una X sus nombres en la pared exterior de un edificio, dándolos por muertos. A los dieciseis, un combate moreno derriba al guerrero improvisado, los labios abuchearon afiebrados para desafiarlo, traqueteos de zapatos en las aceras, chi chi chicano, del talón a la punta del pie, de la quijada al pecho, chi chi chicano, remera enrollada para desnudar el vientre, pomada para el pelo hacia atrás, caquis bajos a la cadera, cruz de tinta en la mano derecha, bandana, el botón de arriba atado en su Pendelton, magro y mezquino, acechándonos con sus señas de gangster.
El Gato aprendió su historia sobre el cubo de agua, escuchando a los cultivadores de lengua de mula murmurar santos porqués sacarán los alambrados de las tierras, golpeando la azada en la tierra del cultivador sobre cráneos y huesos de su pueblo, asesinados y enterrados en cadenas. En un mediodía de calor abrasador él corta lechugas a los terratenientes de palmas blandas, posando como hombres de frontera, sus radios de cadillac de cuerno de novillo sintonizaban una transmisión religiosa, gloria clamorosa a su endiosamiento, mientras se asoman sobre él. ‘Dios odia que hables, ¡Dios te odia! ¡Tú eres sucio, muchacho, sucio! Hasta el polvo se vuelve maleza, pero tú, ¡tú eres polvo del que no crece nada más que polvo!’
Batir púrpura a los nueve, paleta de madera zumbando picaduras de bala en el culo. El Gato tocaba la ropa lavada a hematomas verdugones en muslos, piernas, espalda, hizo un gesto de dolor bajo la boquilla de la ducha, maldiciendo la vida. Su corazón, la cabeza cercenada de un marginal, en escabeche en una jarra de licor y drogas para adormecer al herido.
Purgando su vergüenza por haber nacido, sobredosis, apuñalado o disparado, deseando creer que él era malo. Fue mejor que caer en la oscuridad donde nada existió sino más oscuridad. El quería existir aún como escoria, ninguna buena escoria.
A los diecinueve, intentando reconstruir su vida, El Gato tuvo la urgencia de elevarse y lo hizo, puso la pistola en su cabeza y jugó a la ruleta, sus ojos inyectados en sangre de borracho hirviendo de rabia, su ángel guardián no lo quería muerto.
El patio de tierra suplica por la risa de su hija, las pisadas de su triciclo garabatean, siempre estás ido, en whisky y drogas, nunca aquí para jugar o ayudarme a crecer.
Ningún calor, luz o comida. Su bebé está llorando cinceles en la lápida de sus huesos, su necesidad de un padre, se tambalea hasta detenerse cuando la coge de la cuna, inhala su aroma lechoso, acariciándola y besándola, caminando con ella de un lado a otro en el frío living, calentándola con el calor de su piel, respirando cálido sobre ella, sosteniéndola contra su pecho, tarareando un profundo himno del pecho, aprendido de su abuela ‘Bendito, bendito, bendito sea dios, los ángeles cantan y daban a dios…’.
‘Bendito, bendito, bendito sea dios, los ángeles cantan y dan al Señor…’ Su pequeña mano se flexiona, desarrugando un ala del capullo al vuelo, fosilizado en la piedra de sus brazos. El Gato son dos hombres con una vida, él la ama, se preocupa por sus sentimientos, quiere vivir en cada momento, ser un hombre de familia, envejecer con una mujer. Pero el guerrero desnuda dientes espinosos en su domesticidad, calumnia con disgusto la ingenuidad del soñador, quiere pelear sin miedo de morir joven.
Esta noche su infante es él y él es ella. El se ve a sí mismo como nació, inocente y perfecto, con toda la vida por delante, y ve que ella puede devenir él, nada bueno. El tararea abrazándola fuerte, fundiéndose en un abrazo tarareándola hasta que el amanecer descongela escarcha de los marcos de las ventanas en quiebres de estuco, sabuesos vagabundos canturrean en surcos, escupiendo frío de las mandíbulas, castañeteando los dientes, pegatinas en zarpas, él camina y camina, su bebé durmiendo en sus brazos, tarareando un blues de hombre herido.
Pensando cómo dar a su familia una vida mejor, él pasea por la orilla de la zanja a la mañana siguiente, sorprendido de ver guijarros que la lluvia de anoche dejó al descubierto –azules y verdes-. El quiere que sus lágrimas revelen qué está cubierto en él como aquello. El lanza una piedra en el agua de irrigación, donde jadea la boca atemorizada de su hija brilla por aliento, por una oportunidad de vida, ondas centelleantes llamándolo a ser un padre. El Gato se da cuenta que debe comenzar hoy. Donde la piedra golpea es el centro de las ondas, donde la piedra golpea es el centro que causa acción. Donde la piedra golpea es el comienzo, donde él está ahora, es el centro. El es la piedra, él la sostuvo en su mano como un niño y la lanzó para ver cuán lejos podía ir.
El Gato cambió. A los veintiuno su auto iluminación tallada de días apilados como madera lanzada, una fe cortada profundo al nudo del núcleo de su corazón, dándole una flotabilidad de extremidad superior, despertar, un reconocimiento de que era un buen hombre, un buen ser humano, curando los sismos emocionales en él.
traducción: HM