Autor: Baca, Jimmy Santiago
Portate bien, pórtate bien tú siempre me decías. Yo me portaba cuando otros eran cálidos en invierno y me paraba afuera en el frío. Me portaba cuando otros tenían platos llenos y yo los contemplaba hambriento, nunca hablando fuera de mi turno, existiendo en un caparazón de buen comportamiento blanco con mi corazón un ave de plumas humedecidas creciendo pero nunca capaz de romper el caparazón. Portándome como un buen muchacho, mi comportamiento frustrado por forasteros que vinieron a mi pueblo un día insultando a mi abuelo porque él no podía hablar inglés, inglés, la espada del invasor, el lenguaje del opresor, que me lanzó en profunda desesperación, aquel día el abuelo y yo caminamos a la oficina agraria por un préstamo y este hombre no le dio a mi abuelo un formulario porque era un estúpido, dijo él, porque era ignorante e inferior, y aquel momento me cortó en dos tortuosas piezas gritando que mi abuelo era un hombre adorable, que este empleado de la oficina agraria del gobierno era una ruda bestia, y vi que los ojos de mi abuelo se oscurecían, con dolores de heridas, arrepentimiento, remordimiento, que su nieto atestiguara su humillación y el árbol de albaricoque en su alma fue enterrado, fue cortado, usando el idioma inglés como un hacha, y él se colgó de aquel árbol muerto como un vigilante racista mexicano ahorcado diez años antes por ninguna otra razón de que él era diferente, que ellos no podían comprender su alma sagrada, su cariñoso corazón, sus oraciones y sus canciones, tus palabras, ‘Pórtate bien’, resuenan en mí, y yo obedezco en mi integridad, mi amabilidad, mi coraje, porque nazco de nuevo en el sufrimiento de mi pueblo, en nuestra libertad, nuestra belleza, nuestra cara dual, cultura dual, alma de dos cantos, y dos corazones, cultura antigua, me porto bien, abuelo, tu recuerdo deshojando mi corazón como sabiduría dulcemente fragante.
Pero la escena de mi abuelo en aquella oficina, lo que salió de su alma y lo que se remontó desde sus venas como una marea hasta mi corazón, me ayudó a hacerme un poeta cantando una canción que aguanta y alimenta, para hacer un águila de mi corazón incipiente, que hace a mis dedos pesados rasgar un corazón de amante y crear felicidad en su tristeza, que hace el verdadero suelo en la tierra de la pradera para plantar y alimentar la visión de tantos de nosotros que sólo deseamos bailar y amar y volar, ¡que nos hace leales a nuestros corazones y sinceros a nuestras almas!
Es la escena que nunca me dejó, a través de toda la tristeza, los terrores, las dulces momentáneas alegrías que florecieron en mí, que me rompieron, frustrando mi inocencia, nunca he olvidado la sala de aquel día, el modo en que la luz se filtraba brumosamente en las ventanas, la fuerte presencia dignificada de mi abuelo en su abrigo de piel de oveja y botas de campesino, aquella escena, el modo en que las tablas crujían bajo sus botas de trabajo, me acechó cuando nacieron mis hijos en casa y mis manos los trajeron a este mundo, aquella escena estaba en mis manos, hacía eco en mis sueños, tamborileaba en mi sangre, lloraba en mi silencioso corazón, estuvo conmigo durante horas de mi vida, aquel hombre detrás del escritorio, sus importantes papeles de gobierno cascabeleando en la brisa, mirada desdeñosa en su rostro, aquella escena, la puerta, el niño que era yo, la mano del abuelo en el picaporte, sus ojos en mí como una voz en el viento perdonando y dolorosa y amante, a este momento, sus ojos siguiéndome donde me arremolino en una danza enloquecida para liberarlo de mis huesos, como un gorrión con el ala rota anhelando campos de primavera, dejo que la escena se vaya, habiéndola curado en mi alma, habiéndola nutrido en mi corazón, canto su vuelo, afuera, vete, ¡vuela, dulce pájaro!
Pero la escena de aquel día polvoriento con la arcilla cocida por la sequía en los puños de mis pantalones, las ovejas hambrientas sin alimento, y las esperanzas de mi abuelo de que el hombre de la oficina de ayuda agraria nos ayudaría como lo había hecho con otros granjeros, aquella escena se enmarcó en mi mente, diez años de edad y había rezado en misa aquella mañana, rogándole a Dios que no dejara que nuestras ovejas murieran, que hiciera un milagro para nosotros con una pequeña ayuda del hombre de la oficina, yo sabía al ingresar a aquel cuarto, viendo a gringos salir sonriendo con papeles firmados para comprar alimento, que nosotros también íbamos a sobrevivir a la sequía, la escena con su piso de madera, mis zapatos raspando granos de arena que habían sido soplados adentro, el sol cálido calentando mi rostro, y yo parado en un cuarto más tarde solo, luego de que el hombre nos rechazara, y yo sabía que nuestras ovejas se iban a morir, sabía que el corazón de mi abuelo se iba a morir, aquel momento abrió una herida en mi corazón y en la herida la escena se reproduce cien veces, el dolor, la pena, la confusión de aquel día cambiaron mi vida para siempre, me hicieron un hombre, me hicieron entender eso porque mi abuelo no podía hablar inglés, su corazón murió aquel día, y cuando yo giré salí por la puerta a la calla principal de nuevo, entrecerrando los ojos al polvo arremolinado, el mundo nunca volvió a ser el mismo porque fue la primera vez que había atestiguado el racismo, como mataba los sueños de la gente, y durante todo ello mi abuelo decía, ‘Portate bien, mijo, pórtate bien’.
traducción: HM