Autor: Claudia Sotomayor
Los usos del pasado son muchos y muy variados. Si la Argentina fuera una verdadera tribu-nación y no uno más de los tantos Estados fundado sobre varios genocidios, quizás nuestras crónicas reflejarían la poesía de una tribu combativa, como si fuéramos los hijos de Arbolito, aquel cacique que tuvo la audacia de ajusticiar a un alemán mercenario (Rauch) que vino a cazar personas a nuestros pagos. Ya sea la Ilíada o cualquiera de las narrativas históricas, tienen una cuota fantástica que las hacen imperecederas. Los juglares contemporáneos –pero previos al advenimiento de la era tiktokera- podemos invocar un pasado reciente plagado de imágenes y personajes que recorren nuestras calles, especialmente en el centro de Buenos Aires, que durante la última década del siglo XX se pobló de excluidos del sistema neoliberal. En tiempos de convertibilidad no todo era pizza, champán y viajes al exterior. Como en esta farsa mileísta, había mucha moralina social justificando despidos, ventas del patrimonio nacional y abandono de los trabajadores jubilados. Paradójicamente los 450 pesos que se pidieron durante toda esa etapa, representaban la misma cantidad de dólares que en la actualidad, $500 mil pesos para no morir de hambre, para pagar los servicios, para no tener que humillar a nuestros viejos en trabajos indignos que les permitan subsistir. Hace más de veinte años capturé la imagen de uno de esos trabajadores que se negaban a quedarse callados y sumisos. Al igual que la inolvidable Norma Pla, para el final de siglo todavía existía un ejército de personas que habían sobrevivido a dictaduras y exigían de la democracia lo que la hace imprescindible: su derecho a vivir con dignidad. Para esa época los medios poco hacían para mostrar a los excluidos, excepto para lucrar con el pobrismo que día a día ofrecía contenidos a los noticieros. Pero no contaban con los espectros de un territorio que supo de luchas, de hombres y mujeres, ancianos y jóvenes que en distintas épocas protestaron, pelearon, se defendieron. La ciudad de Buenos Aires acumula espectros justicieros desde su fallida fundación realizada por Pedro de Mendoza y sus hambrientos adelantados. El obelisco se ubica donde fue izada una bandera conquistadora que los querandíes supieron repeler. Pero también ese y otros edificios emblemáticos de la ciudad fueron testigos de los numerosos actos de cipayismo, traiciones,y equivocaciones del campo popular. En materia de derrotas aquí ejércitos, policías, radicales, peronistas y conservadores vienen construyendo poder a costa de represión. Aquí anarquistas, originarios, afrodescendientes y tantos otros supieron dejar su alma inquieta. No es necesario creer en religiones o esoterismo, solo basta recurrir a la memoria colectiva. Los fantasmas de una comunidad indignada como la de Fuenteovejuna de pronto se hace carne en nuevas generaciones. Jóvenes e infancias criadas en democracia pueden no recordar el fin del Siglo XX, pero hay suficientes fantasmas para invocar ese espíritu. Principalmente el fantasma de una clase social a la que tarde o temprano le van a tocar la sensibilidad: puede que sea la que encarnan sus ahorros, puede que sean sus proyectos emprendedores o simplemente su trabajo, pero cuando la rabia por rifarse el futuro colectivo tome las calles, esos espíritus saldrán con enérgica pero incoherente dirección. No sabemos exactamente qué nos depara el futuro, pero en el corto a mediano plazo hay un descontento que tomará cuerpo.