Malaria mileísta acaba con el estoico mendigo de mi barrio

Autor: Máximo Redondo

El siempre se resistió a dormir en albergues u hogares provistos por el Gobierno de la Ciudad. Renegaba de todos los intendentes y concejales, alegando que todos se suben a la política para obtener cargos y prebendas, que la injusticia social, el padecimiento de los pobres, tenderán a perpetuarse hasta la culminación del Universo, que será mediante algún colapso sobrenatural o extraterrestre, pero nunca por la acción humana acomodaticia, que incluso lanzar una bomba atómica era un gesto de grandilocuencia perdonable.  

Dueño de cuatro colchones tan austeros como raídos, y conduciendo una tropa de dos perros bastardos, de pulgas enormes y mordida letal, que lo defienden del nuevo hobby de los seguidores mileístas: quemar gente en condición de calle, cuando no están haciéndole bullying a sus enemigos políticos en las nefastas redes sociales. A él es difícil rociarlo con alcohol, además de que le gusta un montón la cerveza y el vino, cuando tiene oportunidad de ingerirlos, en invitaciones milagrosas que surgen con cierta frecuencia en las conversaciones que sostiene en la calle con las vecinas del barrio. El dice que prefiere charlar con mujeres porque son más sensatas y piadosas, que los hombres andan todos encarajinados y con los sentimientos anulados. “Están muy alienados con esos celulares que hipnotizan la mente hasta el hartazgo” –opina quien jamás siquiera tuvo un teléfono de línea.

El mendigo tiene nombre, aunque carece de documento de identidad que lo avale. Igualmente, siempre le creí las historias que me contó, su origen, su filosofía de vida, sus inquietudes más humanas y su raro gusto por barrer las veredas, y tratar de mantener su vetusto carro con frazadas y pulóveres llenos de agujeros libres de la contaminación ambiental. El es conciente del cambio climático y del calentamiento global, y por eso nunca se instala en una misma esquina, sino que va girando con sus colchones, sus perros y sus aparejos de umbral en umbral, en el corazón del barrio de Villa Luro, intercambiando saludos con cartoneros y basureros por igual, opiniones sobre el devenir de la Argentina y la inseguridad callejera, atento a los obsequios que también liga de piadosas almas caritativas, que le alcanzan alimentos básicos y artículos de limpieza en liquidación.

Desde que arrancó el gobierno en la cuadra donde vivo ya han cerrado cinco negocios, y las cifras son similares en las calles siguientes. Comercios de todo tipo y rubro han quedado desmantelados, con locales vacíos, ofertando alquileres astronómicos para fundirse irreparablemente. Esta versión extrema del capitalismo salvaje aplicada con obscenas afrentas a los ingresos y la cultura populares, se realiza en forma tan fría y violenta que a la mayoría mantiene anonadados. Pero éste no es el caso Reinaldo, nuestro mendigo amigo, que está bastante curtido para acoquinarse por la miseria rampante que atosiga a los hogares porteños.

Aunque advierta la recesión espantosa en la reducción de las bolsas y objetos que los ciudadanos arrojan a la basura, en las peleas y discusiones barriales entre quienes claman por la finalización de lo que consideran un momento pesadillesco de la historia, y quienes creen que “Argentina fue siempre igual”, y que de uno u otro modo uno tiene que salir a ganarse la vida y pelear por lo suyo, y de este modo se puede ser una persona o un delincuente de ley, o a la larga, uno de guante blanco, como Macri o Milei. “Todo se perdona si uno sigue su vocación sinceramente” –me espetó una vez el mendigo filósofo.

Ahora la vieja que le conseguía medicamentos para sus múltiples enfermedades crónicas se murió (por no poder afrontar sus propios medicamentos, ni los tratamientos que se hacía para tener una senectud sana), y desde entonces él se descompensó y dejé de verlo en sus paraderos habituales. Su fragilidad llega a ser conmovedora, casi cristiana, y los libertarios del barrio están preparando su crucifixión para el Día del Perdón judaico (evento que suele caer en octubre, en nuestro calendario gregoriano), alertas al cambio de religión del presidente desquiciado.

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