Autor: Dylan Thomas
Una navidad como cualquier otra, en aquellos años alrededor de la esquina del balneario, ahora y fuera de todo sonido excepto la distante habla de voces que a veces escucho un momento antes del sueño, que nunca puedo recordar si llovió por seis días y seis noches cuando yo tenía doce o si nevó doce días y doce noches cuando tenía seis.
Todas las navidades ruedan hacia el mar de dos lenguas, como una luna fría y cabizbaja bajando por el cielo que era nuestra calle, y ellas se detienen al borde de las olas heladas que congelan peces, y yo hundo mis manos en la nieve y saco lo que sea que encuentre. Al ir mi mano por esa bola de vacaciones de lana blanca y lengua de campana que descansa en el borde del mar que canta villancicos, y afuera viene la señora Prothero y los bomberos.
Fue en una tarde de la víspera navidad, y yo estaba en el jardín de la señorita Prothero, esperando gatos, con su hijo Jim. Estaba nevando. Siempre estaba nevando en navidad. Diciembre, en mi recuerdo, es blanco como Lapland, aunque no había renosPero había gatos. Pacientes, frías y callosas, nuestras manos envueltas en medias, esperábamos para arrojarles bolas de nieve a los gatos. Esbeltos y largos como jaguares y de horribles bigotes, escupiendo y gruñendo, se escabullían y se deslizaban sobre los muros blancos del jardín de atrás, y los cazadores de ojos de lince, Jim y yo, cazadores cubiertos con pieles y mocasines de la bahía de Hudson, de Mumbles Road, lanzábamos nuestras mortíferas bolas de nieve al verde de sus ojos. Los gatos sabios jamás aparecían.
Estábamos tan quietos, tiradores árticos de pies de esquimal en el amortiguado silencio de las nieves eternas, eternas, siempre desde el miércoles, que nunca escuchábamos el primer grito de la señorita Prothero desde su iglú al fondo del jardín. O, si lo llegábamos a escuchar, era para nosotros como el desafío lejano de nuestro enemigo y presa, el gato polar del vecino. Pero pronto la voz se hacía más fuerte. ‘¡Fuego!’ gritaba la señorita Prothero, y ella daba el campanazo de la cena.
Y corrimos por el jardín, con las bolas de nieve en nuestros brazos, hacia la casa; y humo incluso estaba saliendo del comedor, y el gong estaba bombardeando, y la señorita Prothero estaba anunciando en ruinas como una pregonera de Pompeya. Esto era mejor que todos los gatos en Gales parados en fila sobre el muro. Saltamos a la casa, cargados con bolas de nieve, y nos detuvimos en la puerta abierta de la sala llena de humo.
Algo estaba ardiendo con todo, quizás era el señor Prothero, que siempre dormía luego del almuerzo con un diario sobre su rostro. Pero él estaba parado en el medio del comedor, diciendo, ‘¡Una linda navidad!’ y golpeando el humo con una zapatilla.
‘Llama a los bomberos’ gritó la señorita Prothero mientras golpeaba la campana. ‘No van a estar, es navidad’ dijo el señor Prothero. No había fuego a la vista, sólo nubes de humo y el señor Prothero parado en el medio de ellos, moviendo su zapatilla como si estuviese manejando. ‘Hagan algo’ dijo él. Y nosotros lanzamos nuestras bolas de nieve al humo –pienso que le erramos al señor Prothero- y salimos corriendo de la casa a la cabina telefónica. ‘Llamemos a la policía también’ dijo Jim. ‘Y la ambulancia’. ‘Y a Ernie Jenkins, a él le gustan los incendios’.
Pero solo llamamos a los bomberos, y pronto vino la bomba y tres hombres altos con cascos trajeron una manguera y la introdujeron a la casa y el señor Prothero salió justo a tiempo antes de que la prendieran. Nadie hubiese podido tener una víspera de navidad más ruidosa. Y cuando los bomberos apagaron la manguera y estaban parados en la sala humeante, húmeda, la tía de Jim, la señorita Prothero, vino bajando las escaleras y los miró. Ella decía la cosa correcta, siempre. Ella observó a los tres altos bomberos en sus cascos brillantes, parados entre el humo, cenizas y bolas de nieve disolviéndose, y ella dijo ‘¿quieren algo para leer?’
Hace muchos, muchos años, cuando yo era un chico, cuando había lobos en Gales, y pájaros del color de las enaguas de franela roja pasaban silbando por las colinas en forma de arpa cuando cantábamos y nos revolcábamos toda la noche y día en cuevas que olían como tardes de domingo en húmedos salones de granjas, y cazábamos, con las mandíbulas de diáconos, a los ingleses y los osos, delante del automóvil, delante de la rueda, delante del caballo con cara de duquesa, cuando cabalgamos a pelo las colinas tontos y felices, nevaba y nevaba. Pero aquí un muchacho pequeño dice: ‘Nevó el año pasado también. Yo hice un hombre de nieve y mi hermano lo derribó y yo golpeé a mi hermano y luego tomamos té’.
‘Pero esa no era la misma nieve’ digo yo. ‘Nuestra nieve no solo fue sacudida de los cubos blancos que cubren el cielo, emergió del suelo y nadó y derivo a los brazos, manos y cuerpos de los árboles, la nieve creció por la noche en los techos de la casa como un musgo puro y abuelo, minuciosamente como marfil en las paredes y se asentó en el cartero, abriendo la puerta, como una tormenta muda y entumecida de tarjetas de Navidad blancas y rotas’.
‘¿Había carteros entonces también?’ ‘Con ojos salpicados y narices agitadas por el viento, sobre pies congelados, estirados, ellos hacían crujir las puertas y se aferraban a ellas varonilmente. Pero todo lo que los niños podían escuchar era el sonido de las campanas’. ‘¿Tú dices que el cartero iba rat-a-tat-tat y las puertas sonaban?’ ‘Digo que las campanas que los niños podían escuchar estaban dentro de ellos’. ‘Yo sólo escucho el trueno a veces, jamás campanas’. ‘Había campanas en la iglesia también’. ‘¿Dentro de ellas?’ ‘No, no, no, en los campanarios negros como murciélagos, blancos como la nieve, tocados por obispos y cigüeñas. Y ellos repicaban sus novedades sobre la ciudad vendada, sobre la espuma congelada de las colinas de polvo y helado, sobre el mar crepitante. Parecía que todas las iglesias estallaban de alegría bajo mi ventana, y el equipo de veletas de navidad en nuestra valla’.
‘Volvamos a los carteros’. ‘Sólo eran carteros comunes, aficionados a caminar, perros, la navidad y la nieve. Ellos golpean a las puertas con aldabas azules…’. ‘Las nuestras tienen aldaba negra…’ ‘Y entonces ello se pararon en la alfombra blanca de bienvenida, en los pequeños porches a la deriva, y rabiaron y resoplaron, haciendo fantasmas con su aliento, y trotaron de un pie a otro como pequeños chicos queriendo salir afuera’. ‘¿Y entonces los regalos?’. ‘Y entonces los regoles, después de la caja de navidad. Y el frío cartero, con una rosa en su nariz de botón, se estremeció mientras recorría como deslizando una bandeja de té la colina fría y reluciente. El fue en sus botas atadas al hielo como un hombre sobre losas de pescador. El movía su bolso como la joroba de un camello congelado, aturdido dobló en la esquina en un pie, y, por Dios, se había ido’.
‘Volvamos a los regalos’. ‘Estaban los regalos útiles: amortiguadores envolventes de los viejos tiempos del carruaje, y manoplas hechas para gigantes perezosos: bufandas de cebra de una sustancia como la goma de mascar sedosa que se podía tirar hasta las chancletas; deslumbrantes gorros como cómodos mosaicos de té y sombreros y pasamontañas de conejo hechos para víctimas de tribus reducidoras de cabezas, de tías que siempre vestían lana próxima a la piel, había chalecos bigotudos y rasposos que te hacían preguntar por qué las tías tenían alguna piel abandonada del todo, y una vez tuve una bolsa para naricita ganchuda de una tía, ahora, compañeros, ya no relincha con nosotros. Y libros sin imágenes en los cuales chicos pequeños, aunque advertidos con citas que no debían hacerlo, patinaron en el estanque de la granja de Giles y se hundieron, y libros que me contaron todo sobre la avispa, excepto por qué’.
‘Vayamos a los regalos inútiles’. ‘Bolsas de bebés de gelatina húmedas y de muchos colores, y una bandera doblada y una falsa nariz y una bata de conductor de tranvía y una máquina que arrojaba boletos y sonaba una campana, nunca una catapulta, una vez, por error que nadie podría explicar, una pequeña hacha, y un pato de celuloide que hacía, cuando lo presionabas, el sonido menos parecido al de un pato, un mugido maullando que un gato ambicioso podría hacer si quisiera ser una vaca, y un libro de pintura en el cual podía hacer el pasto, los árboles, el mar y los animales, cualquier color que me agradara, y aún las deslumbrantes ovejas azul cielo pastan en el campo rojo bajo los pájaros verde guisante de pico arcoiris. Fritangas, golosinas, dulces y todo tipo de crocantes, tortas, hamburguesas, helados, jaleas y manteca galesa para los galeses. Y tropas de brillantes soldados de lata que, si no podían pelear siempre podían correr. Y felices escaleras y serpientes y familias. Y fáciles juegos de hobby para pequeños ingenieros, completos con instrucciones. Oh, ¡fácil para Leonardo! Y un silbato para que los perros ladren y despierten al viejo de la puerta de al lado, para hacerlo golpear la pared con su bastón y sacudir nuestra imagen colgada. Y un paquete de cigarrillos: tú te ponías uno en tu boca y te parabas en la esquina de la calle y esperabas horas, en vano, por una vieja dama que te regañara por fumar un cigarrillo, y entonces te lo comías con una sonrisa burlona. Y entonces era el desayuno bajo los globos’.
‘¿Había tíos como en nuestra casa?’ ‘Siempre hay tíos en navidad. Los mismos tíos. Y en la mañana de navidad, con el silbato para perturbar al perro y puchos de azúcar, recorrería las vidrieras del pueblo por noticias del pequeño mundo, y siempre encontraría un pájaro muerto junto a la oficina del correo o a las blancas hamacas desiertas, quizás un petirrojo, todos excepto uno de sus fuegos afuera. Hombres y mujeres vadeando o saliendo de la capilla, con narices de taberna y mejillas zumbando al viento, todos albinos, acurrucan sus rígidas plumas negras de jarra contra la nieve irreligiosa, muérdago colgado de los soportes de gas en todos los salones delanteros, había jerez y nueces y cerveza en botella y galletitas junto a las cucharitas de postre, y gatos en sus pieles observando los fuegos, y el fuego escupió alto, todo listo para las castañas y los atizadores calientes. Algunos pocos hombres grandes se sentaron en los salones delanteros, sin sus collares. Tíos casi ciertamente, probando sus nuevos cigarros, sosteniéndolos juiciosos en la extensión de sus brazos, retornándolos a sus bocas, tosiendo, entonces sosteniéndolos nuevamente como si esperaran la explosión, y algunas pocas pequeñas tías, no deseadas en la cocina, ni en ningún otro lugar para aquella cuestión, se sentaron bien en el borde de sus sillas, serenas y frágiles, temerosas de romperse, como tazas y platillos descoloridos’.
No muchos aquellas mañanas caminaban las calles apiladas: un hombre viejo siempre, sombrero de cervatillo, de guantes amarillos y, en esta época del año, con salpicaduras de nieve, tomaría su constitucional a los bolos blancos y de vuelta, como lo tomaría húmedo o fuego en el día de navidad o de la condena, a veces, dos jóvenes saludables, con grandes pipas ardiendo, sin abrigos ni bufandas sopladas por el viento, andarían penosamente, sin hablar, hacia el mar abandonado, para estimular un apetito, para despejar los humos, quién sbe, para caminar en las olas hasta que no quedara ninguno de ellos salvo las dos envolventes nubes de humo de sus inextinguibles zarzas. Entonces me precipitaría a casa, el olor a salsa de las cenas de otros, el olor del pájaro, el brandy, el pastel y picadillo, enroscándose en mis fosas nasales, cuando desde un sendero lateral atascado por la nieve vendría un muchacho, la escupida de mí mismo, con un cigarrillo manchado de rosa y el pasado violeta de un ojo negro, engreído como un toro, mirándose lascivo.
Lo odié a la vista y sonido, y hubiese puesto el silbato en mis labios para mi perro y soplarlo en su cara de navidad cuando de pronto, con un guiño violeta, puso su silbato en los labios y sopló tan estridentemente, tan alto, tan exquisitamente fuerte, que engullendo rostros sus mejillas se abultaron con carne de gallina, presionaría contra sus ventanas de hojalata, toda la extensión de la calle blanca haciendo eco. Para la cena tuvimos pavo y pastel ardiente, y luego de la cena las tías se sentaron enfrente del fuego, soltando todos los botones pusieron sus grandes manos húmedas sobre las cadenas de su reloj, gruñeron un poco y durmieron. Madres, tías y hermaas iban de aquí para allá, llevando soperas. La tía Bessie, que ya había sido asustado dos veces por un ratón puntual, lloriqueó en el aparador y tomó un poco de vino de saúco. El perro estaba enfermo. La tía Dosie debía tener tres aspirinas pero la tía Hannah, que le gustaba el puerto, se paró en el medio del patio trasero nevado, cantando como un tordo de grandes pechos. Yo volaría los globos para ver cuán grandes reventarían, y, cuando ellos explotaban, y todos lo hicieron, los tíos saltaban y retumbaban. En la rica y pesada tarde, los tíos respirando como delfines y la nieve descendiendo, me sentaría entre festones y linternas chinas y mordisquearía dátiles e intentaría hacer un hombre de guerra, siguiendo las instrucciones para Pequeños Ingenieros, y produciría lo que podría ser malinterpretado como un tranvía acuático.
O saldría, chirriando mis nuevas botas brillantes, al mundo blanco, o a la colina que da al mar, para llamar a Jim y Dan y rellenar las calles tranquilas, dejando grandes huellas en los pavimentos ocultos. ‘Apuesto a que la gente pensará que había hipopótamos’. ‘¿Que harías si vieras un hipopótamo viniendo por la calle?’ ‘Andaría así, ¡bang! Lo arrojaría por las barandas y rodaría con él la colina y entonces le haría cosquillas debajo de la oreja y él movería su cola’. ‘¿Qué harías si vieras dos hipopótamos?’
Flanqueados de hierro y bramando, los hipopótamos repiqueteaban y golpeaban a través de la nieve, hacia nosotros mientras pasábamos por la casa del señor Daniel. ‘Dejémosle al señor Daniel una bola de nieve en su casilla de correo’. ‘Escribamos cosas en la nieve’. ‘Escribamos “El señor Daniel parece un spaniel todo sobre su césped’. ‘O caminaríamos sobre la orilla blanca. ‘¿Pueden ver los peces que está nevando?’.
Los silenciosos cielos de una nube derivaron al mar. Ahora éramos viajeros enceguecidos por la nieve, perdidos en las colinas del norte, y vastos perros con papada, con petacas alrededor de sus cuellos, caminando y arrastrándose hacia nosotros, aullando «Excelsior». Retornamos a casa a través de calles pobres donde sólo unos pocos niños tantearon con los dedos desnudos y rojos en la nieve surcada por las ruedas, y nos persiguieron, sus voces desvaneciéndose mientras trepábamos la colina, en los gritos de los pájaros del muelle y el ulular de los barcos en la bahía arremolinada. Y entonces, al té los recuperados tíos estarían alegres, y la torta de hielo se asomó en el centro de la mesa como una tumba de mármol. La tía Hannah le echó ron a su té, porque era sólo una vez al año.
Traigan las altas historias ahora que nos contaron junto al fuego como la luz a gas burbujeando como un buzo. Los fantasmas ulularon como lechuzas en las largas noches cuando no me atrevía a ver sobre mi espalda, animales acechaban en el cuchitril bajo la escalera y marcaron el medidor de gas. Y yo recuerdo que fuimos cantando villancicos una vez, cuando no estaba el afeitado de una luna para iluminar las calles voladoras. Al final de un largo camino había un sendero que conducía a una casa grande, y nos tambaleamos en la oscuridad del sendero aquella noche, cada uno con miedo, cada uno sosteniendo una piedra en su mano por si acaso, y todos demasiado valientes para decir una palabra. El viento a través de los árboles hacía ruidos como de antaño y desagradables, y quizás con pies de araña hombres resoplando en cavernas. Alcanzamos el bulto negro de la casa. ‘¿Qué debemos darles, escuchan al heraldo?’. ‘No’, dijo Jack, ‘Buen Rey Wencelas. Contaré hasta tres’. Uno, dos, tres, y comenzamos a cantar, nuestras voces altas y pareciendo distantes en la oscuridad pelada de nieve alrededor de la casa que sabíamos estaba desocupada. Nos paramos cerca juntos, cerca de la puerta oscura. El Buen Rey Wencelas miró afuera sobre la Fiesta de Stephen… Y entonces una voz pequeña, seca, como la voz de alguien que no ha hablado por mucho tiempo, se unió a nuestro canto: una pequeña, seca voz de cáscara de huevo desde el otro lado de la puerta: una pequeña voz seca a través del ojo de la cerradura. Y cuando nos detuvimos corriendo estábamos afuera de nuestra casa, el salón delantero era hermoso, los globos flotaban bajo la botella de agua calienta que engullía gas, todo estaba bien de nuevo y brillaba sobre la ciudad. ‘Quizás fue un fantasma’ dijo Jim. ‘Quizás eran duendes’ dijo Dan, que siempre estaba leyendo. ‘Entremos y veamos si hay alguna mermelada’ dijo Jack. E hicimos eso.
Siempre había música la noche de navidad. Y el tío tocaba el violín, un primo cantaba “Cereza Madura” y otro tío cantaba “El tambor de Drake”. Estaba muy caluroso en la pequeña casa. La tía Hannah, que se había pasado al vino de chirivía, cantó una canción sobre la Muerte y Corazones Sangrantes, y entonces otra en la cual ella decía que su corazón era como un Nido de Pájaros, y entonces todos rieron nuevamente, y luego me fui a la cama. Mirando a través de la ventana de mi habitación, afuera en la luz de la luna y la nieve interminable de color de humo, podía ver las luces en las ventanas de todas las otras casas en la colina y escuchar la música elevarse desde ellas a la larga y firme noche cayendo. Apagué el gas, me metí en la cama, dije algunas palabras a la oscuridad cerrada y sagrada, y después me dormí.
traducción: HM