Autor: Cullen, Countee
«Señor, estando oscuro”, dije, “no puedo soportar el próximo contacto de tierra, el aire perfumado, Señor, estando oscuro, destinado a esa desesperación mi color me envuelve, soy tan sucio debajo del talón de mi hermano, hay un dolor en todas las simples alegrías que son dulces para un niño, están contaminadas, desfiguradas por verdades de errores que la visión infantil falla en ver, este nacimiento conlleva un costo demasiado grande.
Yo estrangulo en este yugo más apretado que el valor de llevarlo, sólo por ser hombre. No soy lo suficiente valiente para pagar el precio en todo, carezco de la fuerza para sacrificarme, yo, que he quemado mis manos sobre una estrella, y he trepado altas colinas al amanecer para ver las lejanas e ilimitadas maravillas de la tierra, por quien todas las copas han vertido el vino de la alegría, por quien el mar ha tensado su garganta melosa hasta que todo el mundo fue mar, y yo un bote sin amarras, en qué extraña búsqueda me gustaría flotar, quien ha vestido un abrigo de sueños de varios colores, tu don, oh Señor, yo, que me he lavado en sus arroyos bañados por el sol, cuyos morenos muslos desnudos han sostenido al sol encarcelado hasta que su curso fue ejecutado, yo, quien consideró al hombre un vaso altamente perfeccionado donde el cariño podía yacer reflejado, ahora que me balanceo hacia el profundo abismo de la Verdad, desnudando al hombre de quien fue y es, ¿debería respirar y siendo tan autocomplaciente que puedo condenar mis sueños al infierno, y estar contento, cada día nuevo que nace, renovado para ver la vaporosa cosecha carmesí de mi juventud, encarnada en la losa del altar de la Verdad?
¿O tú, Señor, en algún lugar que no puedo ver, has aprisionado al cordero en un arbusto para mí? ¿No es así? Entonces permíteme volver, uno por uno, a tus dones, mientras aún brillan, algún pequeño sol todavía dora tus muslos, mi abrigo, aunque desgastado, todavía mantiene sus colores rápido, aunque desgarrados. Mi corazón reirá un poco aún, si conquisto de Ti esta gracia, Señor: en esta alta y sacrificial colina entre la tierra y el cielo, para soñar todavía puro todo lo que amé, y morir. No hay otro modo de mantener seguras mis salvajes quimeras, encerradas en la tumba contra el señuelo de la Verdad, los pequeños y duros dientes de gusanos, aún menos venenosos que la boca de la Verdad, serán bendecidos en el polvo y la nada feliz. Señor, tú eres Dios, y yo, Señor, ¿qué soy sino polvo? Con polvo mi lugar. Señor, déjame morir».
A través de la palpitante, cálida corteza de la tierra lancé mi cuerpo en un abrazo, empujé mi boca en la hierba y chupé el rocío, entonces devolví en lágrimas mi angustia desplegada, tan fuerte me apreté contra el suelo que sentí el más pequeño grano de arena como un cuchillo, y olí la floración del próximo año, todo esto para acelerar la disolución de mi cuerpo, dispuesto a alimentar a los gusanos. Y así gruñí, y desperdicié mi fuerza hasta que, gastada toda pasión, me acosté en toda mi extensión y temblé como una cosa desollada y sangrante.
Así acostado, hasta que alzado en una enorme ala negra que no tenía pareja ni tronco de carne y hueso para dificultarme, conmigo todo el tiempo se ha hundido en el olvido, cuando me desperté el ala colgaba por encima de dos acantilados que rompieron las entrañas de la tierra en dos y hendido los mares. Abajo, a la izquierda, a la derecha, vi lo que ningún hombre vio antes: tierra, infierno y paraíso; tendón, vena y núcleo. Todas las cosas que nadan o caminan, o se arrastran o vuelan, todas las cosas que viven y tienen hambre, desfallecen y mueren, fueron hechas majestuosas entonces y magnificadas por una visión tan claramente purgada y deificada.
El bicho más pequeño que se arrastra era más alto que un árbol, el grano de mostaza parecía un hombre. La tierra que se marchita eternamente con dolor de parto, y el infortunio de recuperar a sus muertos, yacía desnudo su seno rebosante a mi visión, y todo era lucha, respiración jadeante, y pelea. Un gusano ciego cavó aquí túneles hacia la luz, y allí una semilla, atormentada con heroico dolor, lanza ansiosos tentáculos al sol y la lluvia: trepó, murió, el viejo amor me conquistó para gemir la flor que no llegaría a ser. Pero aquí un brote ganó luz, estalló y floreció en una rosa cuya belleza desafío, “¡Cobarde!», no había cosa viva excepto yo, que despreciaba la vida y anhelaba morir. Y aún me retorcí y gemí, “la maldición, la maldición, que la muerte animada, ¿puede ser la muerte peor?»
«Oh, oscuro niño del dolor, no menos que mío, ¿qué arte del mío puede hacerte ver y cumplir tu parte? La clave de todas las cosas extrañas está en tu corazón”.
¿Qué voz es ésta, que corre como fuego líquido por mi carne, y hace que mi pelo se erice?
Alcé mis ojos ardientes, contemplé un campo multitudinario con rendimiento carnal, un lúgubre páramo ensangrentado donde ví evolucionar la antigua ley fundamental de dientes y talón, puño y clavo y garra. Allí, con la fuerza de vivir, hostiles colinas cuyo choque llenó de clamor el valle cercado, con estrépito mayor contendieron feroces voluntades majestuosas de bestia con bestia, de hombre con hombre, en lucha por amor de lo que mi corazón despreciaba, por vida que para mí al amanecer era ahora una oración para la noche, a la noche una lágrima escurrida del corazón sangrante por el día nuevamente, por esto, aquellos gemidos desde carne enredada y huesos encerrados. Y ninguna cosa murió que no diera testimonio que anhelaba vivir. Hombre, extraña mezcla compuesta de bruto y dios, empujado, ninguna mirada hacia atrás donde pisó por última vez: él parecía montar una brumosa escalera lanzada, pendiente de una nube, aún nunca ganó un peldaño pero a sus pies alguien tiró y se aferró. Mi corazón todavía era una pileta de amargura, no rendiría nada más, nada más que confesar. Yo hablé (aunque no había forma allí para ver, sabía que una oreja estaba allí para oír), “Bueno, dejemos que peleen, ellos cuya carne es bella”.
Un relámpago titiló, una onda de trueno sacudió mi ala, una pausa, y luego una voz, “Mira”. Apenas me atrevía a confiar en mis oídos u ojos por temor de lo que escuchaban, y temí lo que pudieran ver, porque, privilegiada más allá del grado, esta carne contempló a Dios y su paraíso en la malla de la revuelta de Lucifer, vio a Lucifer resplandecer como el sol, y como un dulcémele escuché su voz dulce de pecado romper en grito sobre los grandiosos guerreros de Dios: Gabriel, Santa Clara y Miguel, Israfel y Raphael. Y era extraño ver a Dios con su espalda contra la pared, ver a Cristo segar y tronchar hasta que Lucifer, presionado por el poderoso par, y perdiendo pulgada a pulgada, se agarró al aire con fervientes alas, entonces, perdido más allá de la reparación, engañó a una masa de estrellas en su pelo, él llenó sus manos con estrellas, llorando mientras caía, “una estrella es una estrella aunque arda en el infierno”. Así Dios fue dejado a su divinidad, omnipotente a aquel más costoso honorario.
Había una lección aquí, pero aún el terrón en mí era sicofante de la vara, y grité “¿Por qué te burlas de mí así?, ¿soy yo un dios?»
“Una prueba más: fallando esto, entonces te dejaré morir, no necesitas más vivir”.
Ahora de repente una música extraña y salvaje tocó una fibra sensible por mucho tiempo impotente en mí, una nota de selvas, primitiva y sutil, palpitó contra mi pecho haciendo eco, y los tom-toms sollozaron a cada latido de mi cuerpo. El estruendo que un tronco hueco atado con una piel de pitón puede hacer forjó cada nervio al éxtasis, y yo era viento y cielo nuevamente, y mar, y todas cosas dulces que florecen, siendo libres.
Hasta que toda la música a la vez cambió su clave.
Y ahora era de amargura y muerte, el grito que arranca el látigo, el aliento roto de la libertad encadenada, y aún allí corrió a través de todo una armonía de fe en el hombre, un conocimiento de que todo terminaría como comenzó. Todas las visiones y sonidos y aspectos de mi raza acompañaron esta melodía, mantuvieron el paso con ella, con música de la que todas sus esperanzas y odios estaban cargados, no para ser derribados por todos los destinos. Y de algún modo fue cargado en mi cerebro cómo siendo negro, y viviendo a través del dolor de ello, es el coraje más que los ángeles que he conocido lo que atormenta y tumultos latigan el árbol que creció este cuerpo que fui, este yo encogido que temió contemplar un cielo cambiante, el que arrastré, quejumbroso, “déjame morir”, mientras otros luchaban en el matadero de la Vida. Los llantos de toda la gente oscura cerca o lejos fueron en oleadas sobre mí, una oleada poderosa de sufrimiento en la cual mi pena enclenque debe fundirse y perderse, no tengo otro reclamo que urgir por la muerte, avergonzado levanté mi cabeza sucia de polvo, y aunque mis labios no se movieron, Dios sabe que dije “Señor, no por lo que vi en carne o hueso de hombres más justos, no levantado solo en fe, Señor, viviré persuadido por los míos propios. No puedo hacer de recreante a esos, mi espíritu ha venido a casa, que navegó los mares dubitativo”. Con el silbido de una espada que hiende el espacio, el ala cayó a un ritmo vertiginoso, y me lanzó en mi colina boca abajo sobre mi rostro, tumbado boca abajo desafiando el dolor, contento de la sangre en mi vena más pequeña, y en mis manos agarré un sueño leal, aún escupiendo fuego, brillante gira, se enrolla y resplandece, y cincelado como el diente blanco de un sabueso. “Oh, te equipararé entonces”, grité, “a la verdad”.
Me alegré de rebajarme a lo que una vez había desdeñado. Alegre incluso hasta las lágrimas, me reí fuerte, giré y me di vuelta, y aunque corrieran las lágrimas de alegría, mi visión era clara, miré y vi el sol naciente.
traducción: HM