Autor: Rupert Brooke
La joven María, vagando una vez por el jardín, sintió crecer un cálido esplendor en el día de abril, como vino que sonroja el agua. Y pronto, desde el dorado aire de la tarde, uno se arrodilló ante ella: él tenía pelo, o fuego, atado sobre sus orejas con alambre dorado, desnudando el ansioso mármol de su rostro. No era de hombre ni de mujer la inmortal gracia rodeando sus miembros bajo aquella túnica de blanco, y alumbrando sus ojos orgullosos con luz inmóvil, incuriosa. Calma como sus alas, y bella, aquella presencia llenó el jardín. Ella se detuvo ahí, diciendo “¿Qué desearía, señor?» El contó su palabra “¡Bendito sea el arte de las mujeres!» Ella escuchó a medias, las manos plegadas y el rostro inclinado, hacía bastante que lo sabía, el mensaje de aquel tono claro y sagrado, que revoloteaban dulces y cálidos sollozos sobre su corazón, tales serenas novedades conmovieron a una inteligencia tan humana. Su respiración se aceleró como pequeños copos de nieve. Sus manos ascendieron por su pecho. Ella sólo podía saber que no eran suyas. Ella sintió una trémula agitación dentro de su cuerpo, una voluntad demasiado fuerte para ella, que sostenía, llenaba y dominaba todo. Con ojos cerrados, y miles de breves suspiros rotos, ella se sometió: temerosa, domada y complacida…
Ella deseó hablar. Bajo su pecho ella tenía tan multitudinarias quemaduras, de un lado a otro, y palpitaciones no entendidas: ella no sabía si fueron herida o diversión, sino sólo que se había vuelto extraña a sí misma, medio solitaria, todo maravilloso, rellena con muchos dolores por venir y pensamientos que no se atrevía a pensar, pensamientos veloces y lentos, humanos, y pintorescos, los propios, aún muy lejanos, divinos, queridos, terribles, familiares… Su corazón estaba débil para decirlo, relatar la dulce traición de sus miembros, su extraño estado elevado, una y otra vez, susurrando, medio revelando, gimiendo, y así encontrar amabilidad para su curación. Entre lágrimas y risa, el pánico la apura, ella levantó sus ojos a aquel bello mensajero. El se arrodilló inmóvil, inmortal, con sus ojos contemplando más allá de ella, calmo hacia los cielos calmos, radiante, despreocupado en sabiduría, amable. Su manojo de lirios no se agitaba en el viento. ¿Cómo podía ella, penosa de mortalidad, intentar la ancha paz de aquella felicidad que ondulaba por su conmovido corazón perplejo, e indicios de éxtasis humano, inteligencia humana, y susurros del solitario peso que soportaba, y cómo el vientre interior ya no era más y al fin de ella? Estando cansada, ella inclinó su cabeza, y dijo “¡Así será!» Las grandes alas se desplegaron lloviendo gloria sobre los campos, y fuego. El aire completo, cantando, lo cargó arriba, y más alto, inquebrantable, implacable. Pronto ella brilló como una partícula dorada en los cielos dorados: luego se había ido.
El aire estaba más frío, y gris. Ella se paraba sola.
traducción: HM