Autor: Robert Louis Stevenson

Cuando mi joven dama se ha hecho grande y estable, y en largos ropajes maravillosamente lucidos ella puede obtener placer con una sonrisa para saber cómo encantaba a hombres del pueblo hace tiempo. Por su largo después, entonces, esta historia que cuento de dos abanicos y el hada Rosabelle. Caliente era el día, su cansado señor y yo sentados en nuestras sillas en cercana compañía, cada uno con un dolor de cabeza, sentado junto a su señor.
Al instante la anfitriona se despertó: ella vio la escena, adivinó la languidez de los gigantes por su semblante, y con hospitalario cuidado derribó de un golpe una silla atlántica. Su estatura de cerdito apenas se mantuvo en el asiento –ella lo arrastró donde pudo, y con sus pies se superó, entonces, un faetón lanzado, ella coronó la vasta tapa del piano, encontró y escogió un par de abanicos, con los cuales se equipó nuestra montañista de regreso al nivel deslizado, y habiendo aterrizado, con ojos considerados, entre sus mayores repartió su premio doble, el pequeño para mí, el más grande para su señor. Como pintores ahora adelantamos y ahora retirados antes que el creciente lienzo, y una vez más acercarse y encender el clímax: así ella abandonaba un rato, ella veía su pedazo por medio momento y a medias lo suponía bueno, espiaba su error, no espiaba antes que lo que corría para remediarlo, y con el abanico más grande, en gracioso pensamiento mejor, equipaba al invitado.
De la enfermedad a estar bien, de lo mejor a lo mejor de todo, se mueven las artes, las domésticas, como las plásticas, y altos ideales dispararon aquella mente infantil. Una vez más ella retornó, una vez más un espacio aparte, consideró y revisó su obra de arte: dudosa primero, y seriamente un rato después, hasta que todos sus rasgos florecieron en una sonrisa. Y el niño, despertando al llamado de bendición, a cada uno ella corrió, tomó y dio un beso.

 

traducción: HM

 

Vistas: 0
Compartir en